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Escrito por Javier Arguello
El País, 23 de Diciembre 2006.
Si alguno de los habitantes de Pasai Donibane nos dice que vive en el número ocho, lo normal sería preguntarle la calle. Esto no es necesario aquí y la razón es muy simple: no hay más que una. La delgada franja de tierra que la ladera de la montaña cede a la costa no ofrece alternativas. Así, desde su construcción en épocas medievales, el poblado ha tenido muy pocas oportunidades de crecer o transformarse. Lo que era es lo que es, una calle serpenteante de piedra y madera a orillas de la cual se reparten espontáneas las coloridas casas de los moradores. Los juegos de luz y sombra son dramáticos y secretos. El musgo crece en las paredes al calor de una humedad antigua. Si sale el sol todo reluce, como si de pronto despertaran las barcas y las casas. Pero es el gris el tono que mejor le sienta a la comarca, el que agrava el color del mar y enciende el verde de la flora cantábrica. Si les dieran a elegir, pidan un día nublado.

A Pasai Donibane-San Juan se llega de casualidad. Enclavado en la vereda oriental de la bahía de Pasaia (Pasajes), contrasta con sus vecinos en la terca forma en que ha olvidado el tiempo. Bajando desde Hondarribia por la carretera de Jaizkibel y descendiendo el monte del mismo nombre, nos encontramos de pronto con una zona industrial que desmiente las descripciones de quienes nos han enviado. Modernas grúas invaden el paisaje y enormes hangares decoran la costa. Girando a la derecha, sin embargo, llegamos a un aparcamiento. El coche se queda allí a la espera y nosotros nos adentramos andando en la sinuosa columna vertebral del pueblo. Pasamos la iglesia de San Juan Bautista que junta los hombros y se espiga hacia el cielo a la sombra del angosto desfiladero, nos detenemos en los graves portales de madera maciza y salvamos los arcos de piedra que sostienen las casas: si quieren llegar de la montaña al mar, no les queda más opción que levantar un puente sobre la calle. En cualquier rendija que se abra o a través de sus propias ventanas, el mar aparece y desaparece a la izquierda del camino.
Enormes mercantes
Del otro lado de la bahía, como venida de otra época, se erige la silueta de Pasai San Pedro, vecino y cofundador del portuario municipio. Pasaia es el puerto comercial más importante de Guipúzcoa, y la actividad de los enormes mercantes se combina con la más tradicional de las barcas y las traineras. La tradición del remo, tan extendida en todo Euskadi, tiene en estas costas una particularidad añadida. En las pausas de la faena, cuando las trainas o redes de fondo están ya en el agua y la actividad ofrece un recreo, los hombres colocan partituras sobre la espalda de su compañero arraunlari, y ensayan con instrumentos autóctonas melodías. La popular Tamborrada Arrantzale Sanjuandarratiene su fundamento en este hecho.
Un poco más allá nos encontramos con el astillero de Ontziola, un centro de investigación y construcción de embarcaciones tradicionales vascas que mantiene vivo el oficio de la carpintería de ribera. El último proyecto en el que se han visto embarcados ha sido la construcción de una chalupa ballenera de nombre Beothuk, que fueron a probar en aguas canadienses, las mismas hasta las que los pescadores de bacalao y cazadores de ballenas vascos se desplazaban a faenar en el siglo XVI. La experiencia de la zona en la construcción naval es vasta y prestigiosa, siendo cuna de carabelas como las de Colón y de parte de los navíos de la Armada Invencible. Con paciencia de anciano y mientras raspa la madera, Marcos me explica los pormenores de la expedición de la Beothuk -documentados en una cinta que el realizador holandés Oliver van der Zee termina de editar por estos días-, así como los detalles de la construcción de otros proyectos. La mañana se nos va entre derrotas y aparejos.
Seguimos caminando con la intención de alcanzar el camino de puntas, pero la suave llovizna que hasta entonces nos acompaña se decide por fin a transformarse en lluvia. Para mañana quedará la bocana y el mar abierto. Hoy toca refugiarse en el primer apeadero que nos reciba y que resulta ser el bar de los jubilados. Para quitarnos el frío de los huesos, Josexo nos convida con su afamado carajillo, conocido, según él, entre los pescadores de todo el Cantábrico. Servido en el mismo vaso en el que se bebe todo en estas tierras -el azúcar quemándose en el borde, los granos de café sumergidos en el brebaje-, lo paladeamos en las mesas que enfrentan la bahía, y, mirando la lluvia que cae en el agua, evocamos los tiempos en que desde allí salieron galeones y bajeles en busca de puertos nuevos.
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El País, 02 de Septiembre 2006.
Ayer estuve en Francia. Fui caminando. Tren hasta el valle de Nuria, y desde allí, atravesando los Pirineos, hasta la cuenca del Carança, el mismo camino que muchos republicanos tuvieron que hacer años atrás. Su recuerdo, inevitablemente, impregnó parte del camino.
Nunca había ido andando hasta otro país. Resulta curioso saludar a alguien en castellano y algunas horas después oír que el próximo ser humano nos lanza un local bonjour, sin que ninguna frontera visible haya sido salvada. Paso a paso, el valle va dando lugar a la montaña. Si se lo están preguntando, la respuesta es no: no existe ninguna línea blanca que indique el límite entre ambos países. Sólo los picos y las piedras, mudos testigos de todo el que por allí haya pasado, escondido o a pleno sol, de paseo o en busca de un destino no escogido.
Primera etapa
Dejamos el santuario de Nuria a las once de la mañana. La primera etapa consiste en una ascensión de 800 metros hasta los 2.796 del collado de Neucreus, máxima altitud que nuestro recorrido alcanzará. Con las mochilas en la espalda salvamos el sector de las pistas de esquí y nos encaminamos hacia el puente de L’Escuder. Los prados ofrecen el aroma y el verdor que sólo las zonas de montaña conocen. El sol se deja caer inclemente sobre un aire reseco que a medida que ascendemos se vuelve más y más liviano, y un grupo de vacas pasta mansamente junto al arroyo.

A mitad de camino, el terreno se vuelve pedregoso. Aún pisamos el verde, pero los manchones de roca cada vez más frecuentes anuncian la inminente entrada en el páramo. De pronto, un movimiento llama nuestra atención. Se trata de un grupo de cinco marmotas que se nos quedan mirando y que, curiosamente, no lanzan ningún aullido. Me explican que es raro verlas, ya que generalmente la que oficia de vigía lanza un grito al divisar a un intruso y todas corren a esconderse. Éstas, sin embargo, se muestran curiosas. Un poco más arriba y sobre la otra cara del circo aparece un grupo de unos veinticinco rebecos que también nos observan antes de desaparecer. Con agilidad asombrosa sortean los riscos a saltos. Se inicia así la última parte de la ascensión, que se corresponde también con la más dura. Un desnivel del 45% nos separa de la cima.
Es extraño el vértigo. No soy especialmente propenso a padecerlo y no puede decirse que haya sido eso lo que sufrí, pero en aquella última parte de la subida he de reconocer que la caída que dejábamos a nuestras espaldas, sumada a la imponente vastedad del escenario, logró intimidarme por momentos. Alcanzamos la cumbre a las dos horas de marcha y con un agotamiento de piernas que prometía hacerse notar en el descenso que nos esperaba: unos novecientos metros hasta los 1.831 del refugio. Descansamos junto a las cruces, que, a pesar de lo que se diga, son diez y no nueve. En un primer momento pensamos que se trataba de maquis, pero al parecer rinden homenaje a un grupo de montañeros que se vieron sorprendidos allí por una tormenta. Miramos hacia Francia y el tiempo parece bueno. El parte lo anuncia estable hasta la tarde del día siguiente.
Sobre el principio del lado francés, algunos lagos se reparten aquí y allá, y resulta curioso observarlos desde arriba. Manchones de gris metálico en medio del yermo pedregal. Al parecer, la cara norte guarda mayor humedad que su vecina, lo cual se verá confirmado en los bosques de pinos que nos esperan abajo. En el primer lago hacemos una parada para refrescarnos. Bebemos y comemos, y hasta nos permitimos una breve siesta. El sol comienza a dejar su marca en las zonas expuestas a pesar de las precauciones que hemos tomado al respecto: cremas protectoras, sombreros de alas anchas y ropa liviana y de colores claros. Las botas de trekking se hacen indispensables. A medida que descendemos, el valle comienza a angostarse y el verde parece invadir cada rincón. Un rebaño de vacas rubias ataviadas con grandes cencerros termina por definir el aroma suizo de la estampa. Atravesamos tres lagos más y nos sumergimos en el bosque, que, luego de un par de horas, nos conduce hasta el refugio. La noche se anuncia oscura gracias a la ausencia de luna, ideal para sentarse a contemplar las estrellas. Una imponente pared mineral sirve de marco a la llanura. Nos disponemos a esperar el comienzo del espectáculo, pero el cansancio nos traiciona y no llegamos a verlo.
Segunda etapa
Nos levantamos temprano. Queremos alcanzar el tren de las dos en Thués-entre-Valls, para lo cual debemos descender aún otros mil metros. El tren es el Traine Jaune, que recorre gran parte de la Cerdanya francesa, desde Villefranche-de-Conflent hasta La Tour de Carol, en la frontera, donde conectamos con el que nos llevará de vuelta a Barcelona.
El descenso se hace duro por la abundante vegetación y por lo estrecho del terreno que el valle deja al cauce. Pasarelas y puentes colgantes ayudan al caminante a sortear el río en algunos tramos, sobrevolando literalmente sus saltos y cascadas. El final guarda una sorpresa no apta para vértigos extremos: un corredor de un metro de ancho abierto en la roca con una caída libre de unos cien metros al costado debe ser salvado antes de llegar. Un cable de acero adosado al muro que hace las veces de pasamanos ayuda a volver la experiencia algo menos traumática.
Llegamos a Thués-entre-Valls y, después de refrescarnos, nos dirigimos a la estación donde cogemos el tren amarillo. El recorrido es tan impresionante como nos habían prometido, el verano exagera la luz de los bosques y de los prados, y mecidos por el traqueteo de la vieja locomotora, antes de darnos cuenta alcanzamos nuestro destino. La Tour de Carol, todos abajo. Sobre el muro de la estación -y por si el espectacular paisaje me lo había hecho olvidar-, una placa me recuerda el carácter histórico del camino transitado: «En recuerdo de los republicanos españoles que pasaron por esta estación camino del exilio en febrero de 1939». Con ellos en el pensamiento dejamos atrás los Pirineos.
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El País, 24 de Junio 2006.
Huele a menta. En el barrio de las lanas están tiñendo de verde. Probablemente el aroma se mantenga todo el día. Olerá a azafrán cuando tiñan de amarillo, a amapola cuando toque el rojo, a cedro cuando llegue el turno del marrón, a henna cuando el naranja. Los mismos pigmentos con que tiñen los cueros en las curtiembres, sólo que allí no se logran percibir. El hedor ácido y penetrante de las pieles de los animales inunda el aire, obligando a los paseantes a llevar puñados de hierbabuena bien pegados a la nariz.
Las calles de la medina de Fez -con sus 155 hectáreas, sus 150.000 tiendas, sus 14 puertas desplegadas a lo largo de sus 15 kilómetros de perímetro amurallado- representan un laberinto al que resulta difícil acceder sin la ayuda de un guía. Los trabajadores del cuero, la madera, la seda y la lana; los artesanos de la plata, el hierro, el bronce y el cobre; los sastres, y los comerciantes, y los vendedores de especias, se reparten en barrios organizados según el gremio, y entre todos circulan febrilmente las mercancías. ¡Balak, balak! (cuidado, cuidado) es el único sonido que el visitante aprende a distinguir para apartarse en el momento en que uno de los cientos de burros pasa obcecado con su enorme carga a cuestas. El entramado de luz y sombra que los distintos tipos de techumbre dibujan sobre el suelo ayuda a embotar los sentidos. Pocas veces se vieron éstos asediados por tantos estímulos. Si no son los gritos de hombres y animales, son los incesantes golpeteos de los que trabajan en sus talleres, o los aromas que envuelven el aire, o los colores que lo decoran. Todo está vivo allí, todo se mueve. Como en los túneles de un desquiciado hormiguero, nada parece dispuesto a detener su marcha, como si de ello dependiera el devenir del universo.
Nuestra entrada al país se produjo a través de Marraquech. A vuelo de pájaro, la ciudad se aparece como una mancha verde en medio del desierto. Cuenta la leyenda que los almorávides que bajaron del Atlas para fundar el país hicieron noche al lado de un pozo, en donde asaron sus corderos y comieron sus dátiles. Para sostener sus tiendas utilizaron las propias lanzas, y una vez que se fueron, el viento arrastró hasta los agujeros dejados por éstas las semillas de los dátiles que habían ingerido. Alimentados por las aguas subterráneas, nacieron así los palmerales que pueblan desde entonces ese rincón de Marruecos. El centro neurálgico de aquel antiguo oasis lo constituye en la actualidad la plaza de Yemaa el Fna, corazón de la ciudad vieja y escenario de las más diversas actividades. Saltimbanquis, contadores de historias, músicos y encantadores de serpientes se mezclan durante el día con los curanderos que ofrecen sus hierbas y con las paradas de fruta fresca. Al caer la noche, el paisaje se transforma en un hervidero de puestos de comida que ofrecen sus manjares a los paseantes. Una al lado de otra, cientos de mesas decoradas y rebosantes de platos reúnen a los comensales en largos bancos de madera, desde los que dan buena cuenta de las especialidades locales. Miles de bombillas desnudas pueblan el espacio aéreo como un ejército de luciérnagas. Han cambiado los actores, pero la febril actividad permanece, y se mantendrá encendida hasta bien entrada la madrugada.
Ait Benhadu
Algunos kilómetros hacia el sur de Marraquech, el pueblo bereber lucha por mantener su cultura al abrigo de los pliegues de las colinas del Atlas. Se trata de los primeros habitantes de la región, y han resistido el paso de fenicios y romanos, árabes y franceses. La raíz de su lengua se pierde en la noche de los tiempos y resulta al oído tan atractiva como extraña. Una cita ineludible si se tiene tiempo y ganas la constituye lacasbah de Ait Benhadu. Levantada en tierra sobre las colinas, traslada la mente a escenarios cinematográficos. Gladiator o Lawrence de Arabiase han rodado allí. Para quien quiera aventurarse, una recomendación: paciencia. Además del estado de las carreteras, en cualquier parada que se realice un enjambre de niños aparecerá de entre las piedras para pedir algo o vender lo que sea, no importa lo desolado que pueda parecer el paraje.
Por carretera también nos desplazamos hasta Fez. El viaje es largo, pero merece la pena. Interminables planicies desérticas se combinan con puertos de montaña en los que el tiempo y la historia pierden sus dimensiones. La medina de Fez es la más antigua de Marruecos y una de las más grandes de todo el Magreb. Cada uno de sus 785 barrios cuenta con una fuente de agua que abastece a los vecinos, una madraza o escuela coránica, un horno en el que las mujeres cuecen el pan por la mañana -colocando sobre cada hogaza una marca que la diferencia-, un hammam o baño tradicional en donde se relajan y purifican -en turnos bien separados- los hombres y las mujeres, y una mezquita desde cuya torre el muecín llama a oración cinco veces por día. Casi todo lo imaginable puede encontrarse en sus calles, reguero de transacciones que jamás tienen precio fijo y que nos sumergen en tradiciones de otros lugares y otros tiempos. Y todo aquí, a un paso del otro lado del Estrecho.
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El País, 04 de Abril 2006.
El océano Pacífico es la superficie más extensa que posee el planeta sin ningún accidente geográfico que la altere. A lo largo de miles de kilómetros, el viento corre a placer, sin enredarse en montaña o árbol alguno, hasta que se topa con la cordillera de los Andes. Como impulsado por una rampa, sube entonces y vuelve a caer del otro lado, moldeando las formas más extraordinarias en las nubes. Bajo ellas y bajo ese cielo austral que parece el del primer día del mundo, se extiende el parque nacional Los Glaciares, declarado en 1981 patrimonio de la humanidad por la Unesco.
La puerta de entrada a este sitio la constituye El Calafate, una población de algo más de 7.000 habitantes enclavada a orillas del lago Argentino, y que gracias a la reciente edificación de un aeropuerto internacional ha visto incrementada su principal fuente de ingresos: el turismo. La oferta de excursiones es variada, pero hay una que resulta ineludible: la visita al glaciar Perito Moreno.
A las siete y media de la mañana, un autobús recoge a los turistas en sus hoteles. Ya han sido advertidos de la indumentaria que deben llevar: calzado deportivo -de senderismo a ser posible-, ropa abrigada, anorak, gafas de sol, crema protectora, guantes y gorro de lana; incluso en el verano austral (de diciembre a marzo) no debemos olvidar las latitudes en las que nos encontramos. Algo más de una hora nos toma bordear el lago Argentino, para terminar desembocando en un bosque de lengas, ciruelillos, alerces y calafates que nos acompaña hasta la llegada. La luz de la mañana quiere entibiar el aire que aún se esconde bajo las copas de los árboles. Descendemos del autobús y, tras una escueta explicación del guía, nos dirigimos hacia la zona del embarcadero.
Primera vista del glaciar: una muralla de más de 300 metros y de entre 60 y 80 de alto, de un azul tenue y eléctrico, que apenas nos ve aparecer, deja caer un trozo de hielo a modo de saludo. Lo primero que se siente es el sonido -como una rama que se quiebra-, lo cual orienta a los ojos para saber hacia dónde mirar; entonces, aquella masa se desprende a cámara lenta y entra al agua levantando una ola blanca y espumosa. Silencio entre los turistas. Un transbordador nos cruza al otro lado del lago, donde esperan los guías para colocarnos los crampones: rudas plataformas de hierro dentado que amarran con cintas a nuestros pies. Ordenados en fila india, nos adentramos en el glaciar. A cada paso, los crampones se hunden en el hielo, y los guías explican que no es hielo en realidad. Se trata de nieve compactada por el propio peso de las sucesivas capas que han ido cayendo. Así, el aire va siendo expulsado hasta que sólo quedan cristales, tan puros como un diamante; de ahí su color azul.
Avanzamos entre agujas que se elevan por todas partes, subimos y bajamos torres, salvamos profundas grietas. El mundo es blanco de pronto, y nosotros lo recorremos como se recorren los parajes de un sueño. Junto a una laguna turquesa se encuentra la entrada de una caverna. Del techo de cristal celeste gotean gotas milenarias; el suelo, congelado, refleja el brillo de las paredes; la casa de Superman en el polo se me viene a la memoria. Continuamos nuestra marcha por aquel páramo helado, hasta que al final del recorrido, en una hondonada blanca y profunda, una mesa de madera nos espera llena de vasos. «Sírvanse ustedes el hielo», anuncia sonriente el guía mientras extrae de una caja un par de botellas de whisky. Así lo hacemos y, como en un anuncio, enfriamos nuestras bebidas con el hielo del glaciar.
Spegazzini, el Onelli y el Upsala
Pero el Perito Moreno no es el único glaciar en la cuenca del lago. De entre los más importantes cabe destacar el Spegazzini, el Onelli y el Upsala, este último el de mayor extensión de toda Suramérica, con una superficie aproximada de 595 kilómetros cuadrados, es decir, unas seis veces la de la ciudad de Barcelona. La mejor manera de visitarlos es por barco. Una expedición que sale de Puerto Bandera se acerca hasta sus paredes esquivando los témpanos que de ellas se desprenden. El agua, por su parte, tiene un color metálico. Al parecer, el desplazamiento de los glaciares sobre la roca provoca una delicada erosión que libera microscópicas partículas minerales, tan pequeñas que resultan más livianas que el agua y permanecen allí suspendidas, dotándola de aquella inquietante tonalidad.
Se puede ir de pesca a alguno de los muchos ríos o lagos del parque, o se pueden organizar cabalgatas por valles y montes. Se pueden degustar platos autóctonos -el cordero patagónico es una de las especialidades-, o pasar simplemente unos días en alguna de las muchas estancias que han sido acondicionadas para recibir a los viajeros. Para los amantes del andinismo y el trekking, la pequeña localidad de El Chaltén -a los pies del monte Fitz Roy y a unos 220 kilómetros de El Calafate- satisface todos los gustos. Excursiones de un día o de varios (así como todo el material necesario para la acampada) pueden ser contratadas en la villa.
Resulta imposible verlo todo. Todo es inmenso, inabarcable. Hasta los ojos más voraces se ven excedidos. Hay, saliendo de El Calafate, un bar con el nombre de Shackleton. El dueño es un admirador del mítico explorador inglés y posee todo el material que sobre él se haya escrito. Aparte de la cerveza artesanal que acompañará la charla, el atardecer se ve bien desde ahí. Los vientos del Pacífico han decorado las nubes, y el naranja del cielo tiñe de dorado el lago. Uno piensa entonces en la nieve y en los hielos, y en la parsimonia con que el tiempo fue tallando todo aquello. Y se queda ahí sentado, disfrutando del silencio.
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El País, 14 de Enero 2006.
Un grupo de turistas sentados en torno a una mesa pide zumos al camarero. Maracuyá con mango, ordena uno. «Papaya y abacaxi», dice otro. El moreno que los atiende asiente con aire ausente y se aleja luego sin prisas, descalzo por la arena. Al rato vuelve con el pedido. Alguno quiere degustar la bebida del compañero y pronto comprenden que a todos les han traído lo mismo. No sin cierta indignación se lo hacen notar al anfitrión. Sin alterar en lo más mínimo la parsimonia de su gesto, éste les pregunta si les agrada. Luego de intercambiar algunas miradas, los turistas no tienen más remedio que admitir que es muy sabroso. ¿Y entonces, cuál es el problema?, responde el otro.
La historia la cuenta una joven de Río de Janeiro para intentar dar una idea de la idiosincrasia que existe entre los habitantes de los poblados de la bahía de Todos los Santos. La idea que los extranjeros tienen de Brasil, explica, es la que nosotros tenemos del noreste: negros, tambores, samba y palmeras, cobijados por una mansedumbre ante la que sólo vale rendirse. Eso es el norte. Eso es la región de Bahía.
Toma un tiempo comprenderlo. Toma un tiempo bajar la guardia ante los constantes abordajes de los que se es objeto en las calles de Salvador, como si las barreras de la intimidad y la individualidad se hubieran desdibujado. Cualquier persona comienza de pronto a caminar junto a uno y a charlar de lo que sea para despedirse sin más en la siguiente esquina. Por la noche, en el Pelourinho -el barrio colonial en el que aseguran que el carnaval dura todo el año- reina la misma tónica: la inercia arrastra a todo el mundo en un único torrente de bailes y tambores que se mezcla con el aroma de los platos que allí se ofrecen, como si todo formara parte de una vibración tectónica que resulta imposible ignorar; como si hubiera una única música que desde hace muchos años dirige secretamente los pasos, las palabras y los bailes de esa gente, y a la que uno se halla automáticamente invitado.
Esclavos e iglesias
Sin duda la herencia africana tiene mucho que ver con esto. Para cuando la esclavitud fue abolida en 1888, un millón trescientos mil negros habían sido importados al Estado de Bahía, el doble de los que llegaron a la totalidad del territorio de Estados Unidos. Así, en los márgenes de la ciudad con más iglesias católicas por habitante -365, una para cada día del año- es posible hallar por la mañana los restos de las flores y los animales que tomaron parte la noche anterior en alguna ceremonia macumba.
Luego de algunos días de aquella agitación, el cuerpo pide un respiro. Existe un grupo de islas cercanas a Salvador -Cairu, Tinharé y Boipeba-, de las cuales la más austral es también la más atractiva. Vecina del Morro de San Pablo, Boipeba constituía hasta hace algunos años el destino de una excursión por el día que desde allí se llevaba a cabo. Hoy cuenta con unas cuantas posadas y con alguna modesta infraestructura turística, afortunadamente insuficiente para que los grandes operadores la incluyan en sus recorridos. Algunos datos ayudarán a darse una idea de sus dimensiones: 4.000 habitantes, que viven principalmente de la pesca, y cinco playas que se extienden hacia el sur del Rio do Inferno, entre las que se cuenta Moreré, considerada una de las más bellas de Brasil. Se trata de una costa de arena blanca e inmaculada, circulable a tramos sólo con marea baja, e interrumpida de vez en cuando por algún arrecife de coral o algún bosque de cocoteros que ofrece su sombra a la playa. El recorrido, a buen paso, se puede completar en dos horas, y es altamente probable que por el camino no se vea a nadie, a lo sumo un pescador volviendo de faenar o algún excursionista con el que se intercambian saludos a la orilla de un mar tibio y cristalino. Con la marea baja aparecen también, a pocas millas de la costa, unas piscinas naturales a las que puede accederse en barca y que se ofrecen como un paraíso para quien guste del submarinismo. Pulpos, esponjas de mar y peces de todos los colores se acercan sin miedo a saludar a los visitantes. Por la tarde, y a cambio de unos cuatro euros, puede comprarse a los pescadores un kilo de langosta que ellos mismos prepararán para ser tomada allí en la arena, acompañada de un agua de coco o de una cerveza bien fría.
Pescado en Boca da Barra
Para redondear el mapa mental del sitio, dos breves historias ayudarán a comprenderlo mejor. La primera ocurrió hace no mucho tiempo, cuando uno de sus habitantes decidió hacer traer un coche desde el continente. El revuelo que causó tal incorporación -nunca un bicho como ese había pisado la isla- condujo a una serie de protestas de los pobladores que obligaron a su propietario a devolverlo. La segunda tuvo lugar en uno de los barecitos que por la tarde ofrecen pescado en la Boca da Barra. Un individuo algo bebido sacudía un pasaporte sobre su cabeza y se lo enseñaba a la concurrencia. Al parecer había vivido un tiempo fuera de la isla, trabajando para la compañía petrolífera Petrobras, con lo que había tenido que tramitar sus documentos. Esto es un pasaporte, arengaba desafiante. ¿Alguno de ustedes tiene un pasaporte? Con esto yo puedo entrar en Estados Unidos si quiero. Los demás -que si no entendí mal, no tenían la menor idea de qué es lo que era aquello- ni siquiera se enteraron del motivo de la burla, y sin prestarle importancia continuaron con sus conversaciones. Conversaciones siempre escasas. No son muchas las palabras que se utilizan por allí.
En un viaje se puede aprender de lo que se ve y se oye, o disfrutar sencillamente de la comida y del paisaje. En el noreste de Brasil ocurre todo al mismo tiempo. Junto con las vistas más indescriptibles, se tiene ocasión de contrastar la propia idea del mundo con otra mucho más inmediata, compuesta de menos elementos pero en ningún caso más pobre. Natán, un chico al que conocí en una roda de capoeira, me explicó que de vez en cuando hacía artesanías en cerámica para vender a los turistas en las épocas de mayor afluencia. Y aparte de eso, ¿a qué te dedicas?, se me ocurrió preguntarle. Al principio creí que no había entendido la pregunta, luego comprendí que la incomprensión era más profunda. Con gesto confuso -inquieto casi-, Natán respondió: a nada. Aparte de eso -y de nadar y de comer, y de dormir cuando tenía sueño-, Natán no se dedicaba absolutamente a nada.
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El País, 29 de Octubre 2005
Sólo Dios es vencedor. Pienso en esa frase mientras atravieso la placeta de San Gregorio en dirección a Calderería Nueva, la calle de las teterías. Vengo bajando desde el Sacromonte. A mitad de camino, en la plaza Larga, detrás del mirador de San Nicolás, paré a comer algo. No sé si habrá sido el gazpacho o la paella, o la combinación de ambas, la que me dejó esta sensación de pesadez en el estómago. Seguramente en las teterías encontraré algún brebaje que la disipe.
La frase a la que me refiero es una de las muchas que decoran los portales y las paredes de los palacios nazaríes, en la Alhambra. Anoche estuve allí. Subí con el último autobús y recorrí en privilegiada soledad los cerca de 500 metros que separan la entrada de la Puerta del Vino, lugar en el que la visita da comienzo. Había estado antes, pero de día. El mismo camino que mis pasos recorrieron bajo el estrellado cielo de una noche sin luna lo había conocido atestado de turistas. Ahora, sólo los grillos se oían. La visita nocturna termina a las once y media, pero sólo hasta las once bajan los autobuses, con lo que luego de esa hora son contados los visitantes que se arriesgan a descender andando. Uno de los vigilantes con el que intercambio unas palabras me recomienda vivamente esta última opción. La noche es agradable y decido hacerle caso. En silencio observo la Alcazaba, la imponente dureza de su muro de piedra; luego me adentro en los palacios. Discretos focos lanzan haces de luz que dibujan figuras sobre las trabajadas paredes. El patio de los Arrayanes, la torre de Comares, el salón de los Embajadores con sus vistas nocturnas del Albaicín -desde allí, desde algún carmen, alguien también nos está mirando-, el patio de los Leones con sus columnas y la fuente.
El aire quieto
La intimidad de la penumbra favorece la evocación de alguna escena cotidiana ocurrida allí hace cientos de años: en una noche como ésta, los pasos de Mohamed V atraviesan la estancia en dirección al harén, en donde le espera su favorita. Una luna más resuelta que la que ahora se esconde le observa desde el cielo e ilumina la fuente. En el resto de las habitaciones, la corte descansa. En el patio, el aire está tan quieto como hoy. Con aquellos paisajes imaginarios en las pupilas, decido dar por terminada la visita.
Los colores de las telas y las voces de los puestos anuncian el comienzo de la calle de las teterías. El aire se ve invadido por los aromas de las hierbas que se confunden con el dulzor meloso de los pasteles de hojaldre, como si de un callejón de cualquier medina se tratase. El calor seco que la ciudad toma prestado de la sierra no llega a contagiar los rincones de sombra. Bajo las ramadas y los aleros, el aire es fresco y cortante; por la noche hará frío seguramente.
Entro al azar en uno de los locales. Deambulo por varios salones antes de dar con la dueña. La pongo al tanto de mi dolencia y ella me ofrece una mezcla de hierbas que ha bautizado con el nombre de Lágrimas de Boabdil, las mismas que vertió el último rey moro al entregar la llave de la ciudad a los cristianos, y las que le valieron toda la dureza de las palabras de su madre: «Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre».
En el Centro de Interpretación del Sacromonte me entero de la continuación de la historia. Parece ser que al término de la dominación musulmana, muchas familias nobles abandonaron sus tierras con la esperanza de volver un día, y temerosos de que en el camino les robaran sus pertenencias, las escondieron entre los olivos del monte de Valparaíso. Al ser liberados, sus sirvientes -de raza negra en su mayoría- se dedicaron a buscarlas y a cavar en la roca lo que pronto se convertiría en sus viviendas, las cuevas del hoy llamado barranco de los Negros. Posteriormente las compartirían con los gitanos que llegaron como herreros y caldereros acompañando a los ejércitos de los Reyes Católicos. La oportuna leyenda de unos supuestos libros plúmbeos que un erudito morisco falsificó con el fin de subrayar los rasgos comunes entre el cristianismo y el islam colaboró en la buena integración política e ideológica. Atribuidos a un discípulo de san Cecilio, constituyeron la fundación de los montes sacros, agrupados luego bajo el nombre de Sacromonte.
En el bar Eshavira
Dejo la Alhambra y bajo a la ciudad a través de una ladera poblada de olmos y de castaños. Poco a poco, los árboles van dando paso a las abigarradas pensiones de la cuesta de Gomeres. No tengo sueño aún. Atravieso la cuenca del Darro y me adentro por la calle de Elvira hasta una plaza escondida en el centro de una manzana, en donde un cartel anuncia la entrada del bar Eshavira. No hay turistas dentro, me lo habían advertido. Sólo palmas y guitarras que se dejan oír entre un nutrido grupo de rostros aceitunados y de miradas hondas. En la vida hay que saber estar y saber dejar estar, me dice uno que tengo al lado. Yo asiento respetuoso y chocamos nuestros vasos.
La infusión me ha sentado bien. Salgo de nuevo a la calle. El sol ha bajado un poco, y su brillo anaranjado otorga a la estampa un aire importado de las tierras de los sultanes. Antes que los árabes, estuvieron aquí los visigodos, y antes, los romanos y los griegos y los cartagineses. Luego vinieron los cristianos, y a saber quién vendrá después. Sólo Dios es vencedor, proclamó alguna vez Zawi ben Zirí, fundador de la dinastía que daría nombre a la época más gloriosa de la ciudad. Dejo la calle de las teterías, fin del recorrido. Sólo Dios es vencedor, pienso. Que así sea.
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El Pais, 06 de Agosto 2005
Alguna vez oí decir a un pescador que las olas en sí no presentan furia alguna, que es el viento el que las vuelve temibles. «Si por ellas fuera», dijo, «serían mansas como las ballenas». Hace algunas semanas -y en las también mansas aguas de la Península Valdés- pude evocar en más de una ocasión aquella frase.
La Península Valdés es una reserva natural ubicada a unos 1.400 kilómetros al sur de Buenos Aires, en las frías aguas de la Patagonia argentina, y es también el lugar escogido por una numerosa población de ballenas francas australes para aparearse, dar a luz y enseñar a sus crías las primeras lecciones de vida y conciencia. La forma más fácil de acceder consiste en volar hasta Puerto Madryn, y recorrer luego por tierra los 77 kilómetros hasta la reserva. Una vez allí, y desde las playas de Puerto Pirámides -único asentamiento de población en todo el parque-, resulta sencillo contratar los servicios de una de las muchas empresas que se dedican al avistaje, y compartir así una mañana con estos gigantes del mar. Personalmente recomiendo evitar las embarcaciones de gran envergadura y decantarse por los semirrígidos para la expedición. El tamaño de los mismos y la distancia que separa sus bordas de la superficie contribuyen a que casi se pueda tocar a los cetáceos, además de que el número de turistas que los prefiere suele ser inferior, lo cual siempre es de agradecer.
Advertidos de todo esto contactamos con Fernando, patrón de una de las lanchas de la empresa Moby-Dick, y de quien una amiga nos había dado las mejores referencias. La excursión, nos informan, durará unas tres horas. Nos calzamos los chubasqueros y los salvavidas que nos han facilitado y, como astronautas camino de la nave, bajamos la barranca que conduce al embarcadero. A los 20 minutos de haber zarpado, Fernando apunta su dedo hacia el horizonte y coloca la proa en esa dirección. Transcurridos otros 10 reduce la marcha hasta detenerse, y entonces apaga el motor. Es todo un momento aquél. Tras el ruido y los golpes que da la lancha contra el agua -y el viento helado que hiere el rostro y hace saltar lágrimas de los ojos-, de pronto reina la calma. La superficie del mar se muestra amable y el sol comienza a entibiar los cuerpos, permitiendo incluso que nos desabriguemos un poco.
Entonces ocurre. Así, de repente, se oye un ruido en el agua seguido de un hondo resoplido, y al girar nos encontramos con que han aparecido. A escasos dos metros de la barca asoma el negro lomo de una madre seguido del no menos impresionante torso de su hijo, ambos cubiertos de blancas callosidades. Parece ser que gracias a estas manchas se las reconoce e identifica. Hay muchas que tienen incluso nombre propio y a las que se recibe cada año como a una habitual visita. Antonia, Alicia, Docksider o Josefina son algunas de las veteranas que en más de una ocasión han venido a presentar a sus crías. Al parecer dedican tres años a cada una. En el primero se desarrolla el embrión, en el segundo lo amamantan y en el tercero le enseñan los secretos de la vida en el mar. Entre temporada y temporada viajan hacia el sur. Es en aquellas gélidas aguas australes donde encuentran abundancia de plancton y de krill, el microscópico alimento que engullen por toneladas a través de las barbas que revisten sus bocas, y que sirve de sustento a sus desmesuradas existencias.
Crías de cinco metros
Mientras miramos un par de ellas, un nuevo ruido se oye a nuestras espaldas. Se trata de otra madre que trae a jugar a su pequeño. Las hembras adultas pueden llegar a medir hasta 16 metros, y las crías -los pequeños-, entre cuatro y cinco, es decir, la eslora total de nuestra embarcación. Este nuevo retoño se muestra más curioso que su compañero. Cuando ambas madres se alejan y el otro sigue a la suya, éste -al que hemos decidido bautizar poco imaginativamente con el nombre de Niño- parece tener ganas de quedarse un rato. Fernando nos explica que sienten curiosidad por la barca y que, como nunca nadie los ha molestado, no se muestran temerosos. «De hecho», advierte, «no se asusten si decide rascarse contra el casco, suelen hacerlo». Cerca de 15 minutos se quedó con nosotros. A ratos se metía bajo la embarcación y, a pesar de que Fernando sonreía y nos aseguraba que no había de qué preocuparse, a más de uno debió de pasársele por la cabeza la imagen de los tebeos en la que el chorro de la ballena levanta una lancha por el aire. En una ocasión se quedó muy quieto y con la trompa casi tocando nuestra borda. Intenté por todos los medios dar con sus ojos para saber si me miraba, pero ni siquiera logré establecer los límites de la cabeza. A menos de un metro de distancia parecía que nos observásemos, él flotando y yo de pie. En determinado momento hice el gesto de agacharme y, apenas me moví, el Niño se hundió con urgencia. Luego volvió a emerger. La reacción fue tan clara que comprendí que me miraba como yo a él, y una tibia emoción me heló el estómago. Cuando la madre vino a buscarlo, tuvo que insistir un par de veces antes de que aceptara irse con ella.
Verlas moverse es narcótico. La madre pasa por debajo del pequeño y éste se gira al verla pasar, y ahí se queda, de costado, con una aleta fuera del agua. Luego la sigue y, a una señal irreconocible para nosotros, ambos levantan la cola y desaparecen rumbo a las profundidades. Se hace imposible no pensar en el silencio. Por más que afuera haya tormenta, bajo la superficie el mar siempre está calmo. Tal vez acostumbradas a ese letargo aprendieron a moverse como lo hacen, lentas, soñolientas, mansas.
Cabeza abajo y cola afuera
Un poco más adelante nos encontramos con una cola que sobresale recta y quieta, como si de una boya se tratase. Fernando explica que muchas veces se colocan así, cabeza abajo y cola afuera, como si descansasen. «¿Es eso lo que hacen?», le pregunto, y él me contesta que es una de las posibles explicaciones. Hay quien dice que es una postura de escucha a lo que alguna compañera esté informando, y que los saltos que dan a veces también representan una suerte de mensaje. Lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta cómo interpretarlos.
No sólo hay ballenas en la Península Valdés. Quien quiera recorrerla podrá disfrutar también de sus colonias de elefantes marinos, de sus loberías de lobos de un solo pelo y de sus pintorescas comunidades de pingüinos de Magallanes, así como de los guanacos y zorros que se cruzarán por el camino. Para los que elijan conducir el propio vehículo, dos recomendaciones de carácter técnico: primero y principal, cargar combustible en Puerto Pirámides, ya que serán largos los kilómetros en los que no habrá ocasión de hacerlo. Y segundo, limitar la velocidad a unos 50 kilómetros por hora, ya que el camino de ripio puede llegar a ser muy traicionero para quien no conozca sus secretos.
El final de la excursión deja a todo el mundo sedado. Nos despedimos de nuestro guía y subimos al coche. Quedan todavía unos cuantos kilómetros de horizontes patagónicos antes de alcanzar el hotel. El camino es silencioso. El sol se pone diferente en aquellas latitudes y las nubes forman un escudo dorado que enciende la estepa. Hacia allí se escapan los ojos mientras uno repasa lo visto. Callados y detenidos, sin ganas de moverse, borrachos de mar y de aletas, mansos, como ellas.
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Isabel Obiols, 2 de Mayo 2002. El Pais
Una de las ilustraciones del dibujante Escher ilustra, inequívocamente, la cubierta. Se trata de Siete cuentos imposibles, de Javier Argüello (Lumen), una compilación de relatos en los que la realidad se convierte en algo muy elástico, en los que un pequeño detalle -por ejemplo, la desaparición de la gravedad- muta las coordenadas de todo. Apadrinado por Enrique Vila-Matas, Argüello, un argentino nacido en Chile en 1972 y que ahora reside en Barcelona, debuta con este libro.
Vila-Matas, que acompañó a Argüello en la presentación de Siete cuentos imposibles, explicó que ambos se conocieron hace dos años, cuando el argentino envió un relato al concurso chileno Paula. Vila-Matas, en el jurado, apostó por Argüello, quien finalmente ganó conVolver a verla, el cuento que abre el libro que ahora publica y que trata de un escritor que se descubre personaje.
Para el autor de Bartleby y compañía, el libro de Argüello ‘potencia dos cosas en desuso hoy: el cuento y lo literario’. Remitiéndose a El Leviatán, de Joseph Roth, Vila-Matas comparó la situación actual de la literatura con la autotraición del comerciante de la obra de Roth, quien decidió mezclar corales auténticos y falsos entre su mercancía. ‘Últimamente se confunde mercado con creación, algo que implica la eliminación de lo literario. Se están vendiendo tantos corales falsos que el destino nos va a dar la espalda’, afirmó.
Invenciones y aparecidos
Seguramente un tanto abrumado por los elogios de Vila-Matas, Argüello inscribió sus relatos en la más pura ficción y lo fantástico y los definió como una serie de ‘invenciones sobre aparecidos’. Los temas, el olvido, el recuerdo, el tiempo y la misma literatura. Y el punto de partida, aquello que los enlaza a todos, la siguiente pregunta: ‘Qué pasaría si todo fuera distinto. Si desapareciera la gravedad o si alguien desapareciera de una habitación atravesando una pared. Todos parten de un detalle que abre todo un universo de posibilidades’.
Como uno de los personajes del cuento Andan, en el que se describe una dimensión paralela a la realidad contada por una voz que se oye a través de un enchufe, Argüello se podría definir como un ‘contador de historias’: ‘No hay nada que me guste más que me cuenten una buena historia’, dijo. En este sentido, tiene muy claras sus preferencias a la hora de escribir. ‘No comparto la obsesión de contar algo de una forma distinta y privilegio la historia sobre la estructura. Disfruto más las historias que los experimentos en torno a la forma’.
En la senda de Poe, Kafka y Borges, Siete cuentos imposibles se adentra en el universo de lo que es posible en literatura. Para Vila-Matas, estas influencias son evidentes y más, dijo, en un ‘contexto español en el que, alarmantemente, hay tantos escritores sin influencias evidentes porque no han leído nada’.
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