Descalzos en una orilla misteriosa
Escrito en ViajesPublicado en EL PAIS, 5 de febrero de 2016.
Cuenta la leyenda que una noche de tormenta el apóstol Andrés encalló su barca en los acantilados vecinos al cabo Ortegal y que, en compensación por no haberlo protegido del naufragio, Dios le concedió la creación de un santuario que llevaría su nombre. Lo aislado del lugar, sin embargo, hacía que no mucha gente acudiera a homenajearlo, lo cual tenía bastante triste al santo. Así fue que el Todopoderoso se le presentó un día en compañía de san Pedro y le prometió que todos los mortales irían a visitarlo al menos una vez en la vida, y que quien no lo hiciera estaría condenado a ir después de muerto. Los lugareños aseguran que hay que prestar mucha atención a las lagartijas y otros bichejos que por allí deambulan, ya que se trata de los espíritus de aquellos que en vida no acudieron. A san Andrés de Teixido, vais de morto o que non foi de vivo, reza el refrán. Estamos en las Rías Altas, en la sierra de Capelada, a algo más de 600 metros sobre el nivel del mar, en los acantilados más altos de toda Europa continental.
No es de extrañar que las leyendas abunden en estas tierras. Cuando uno las visita lo comprende perfectamente. Entre las costas escarpadas que cortan como cuchillos sobre la crudeza del Cantábrico y el Atlántico y los bosques y quebradas que impregnan el aire de bruma y misterio, lo raro sería que sus habitantes no hubieran visto rostros y mitologías en las formas que la naturaleza les ofrece.
Nuestro recorrido comienza en la provincia de Lugo y la primera parada la hacemos en la playa de las Catedrales. Se trata de una franja de arena blanca y fina que toma su nombre de las impresionantes formaciones que el viento y el mar han esculpido con forma de arbotantes de catedral gótica en los peñascos que la circundan. Aprovechando la marea baja nos descalzamos y caminamos por la orilla, mojando los pies en el agua y pasando por debajo de estos arcos, que pueden superar los 30 metros de altura. El escaso desnivel que presenta el terreno hace que las mareas suban y bajen con rapidez inusual, con lo que hay que tener muy en cuenta los horarios de estas cuando se sale a caminar. De otro modo nos podemos ver en un apuro.
Dejamos Ribadeo y nos dirigimos hacia los acantilados. Nuestra siguiente parada tiene lugar en Estaca de Bares, un peñasco que se adentra en el mar para separar las aguas del Cantábrico de las del Atlántico, y que constituye el punto más septentrional de toda la península Ibérica. Además de visitar el faro y disfrutar de la vastedad del océano y de los cientos de aves migratorias que tienen este punto en su ruta, vale la pena hacer una parada en el hotel Semáforo de Bares. Se trata de una antigua construcción militar desde la que se establecía comunicación con los barcos mediante señales con banderas. Completamente rehabilitado, hoy se ha convertido en un coqueto hotel de seis habitaciones en cuyo bar tomamos café y nos refugiamos del fuerte viento.
Después de comer algo en el pueblo de Cariño —nombre precioso donde los haya— ponemos rumbo al cabo Ortegal a través de una carretera estrecha que se abre paso entre la tupida vegetación. Si bien el faro no se diferencia mucho de otros que hemos visitado, su ubicación es la más espectacular. A la derecha, la ría de Ortigueira; a la izquierda, la sierra de Capelada, y ahí abajo, sobre el mar, los tres islotes puntiagudos conocidos como Os Aguillóns, en donde los percebeiros arriesgan su vida a diario para conseguir el sustento.
Una vez visitado el santuario de San Andrés, y tras dejar nuestra obligada piedra en uno de los milladoiros que lo circundan —parece ser que serán estas piedras las que hablarán en el día del juicio final para decir quién lo visitó en vida y quién no—, hacemos noche en la localidad de Pontedeume. Al día siguiente, muy temprano, nos adentramos en el parque natural de las Fragas do Eume.
Si los acantilados de las rías altas hacen perder la vista en el horizonte y evocar las lejanías y los oficios marineros, es en el bosque espeso, ese al que la luz del sol solo llega tamizada por las ramas de los árboles, en donde el alma de Galicia muestra su cara más proclive a la magia y al misterio.
Europa, que un día fuera un interminable bosque, hoy solo conserva extensiones como estas en las montañas y en los territorios más inaccesibles. El litoral fue el que más asentamientos humanos concentró y donde la explotación de los recursos ha sido más intensa. Es por eso que resulta tan inusual encontrar bosques así, tan cerca del mar que casi no conocen la sequía estival, y que cuentan con unas condiciones de humedad y calidez prácticamente desconocidas tierra adentro. A través de un camino de robles y de helechos nos adentramos en su silencio de musgo, y luego de algo más de una hora de hundir los pies en el colchón de hojas húmedas, nos encontramos con el monasterio de Caaveiro. Elfos, meigas y caballeros vienen a nuestra mente. Y un aire de ruinas de los highlands escoceses mezclado con el de las misiones jesuíticas de la América colonial. Tal vez sea esa intemporalidad y esa falta de concreción geográfica la que obliga a los sentidos a perder las referencias para centrarse en los elementos. Bajamos hasta el río a través de un antiguo puente de piedra, y mirando la silueta del monasterio a través de las ramas de los árboles imaginamos a los hombres que lo construyeron piedra a piedra hace más de 1.000 años, inspirados tal vez por la íntima sacralidad del paisaje gallego.