Publicado en EL PAIS, 5 de febrero de 2016.
Cuenta la leyenda que una noche de tormenta el apóstol Andrés encalló su barca en los acantilados vecinos al cabo Ortegal y que, en compensación por no haberlo protegido del naufragio, Dios le concedió la creación de un santuario que llevaría su nombre. Lo aislado del lugar, sin embargo, hacía que no mucha gente acudiera a homenajearlo, lo cual tenía bastante triste al santo. Así fue que el Todopoderoso se le presentó un día en compañía de san Pedro y le prometió que todos los mortales irían a visitarlo al menos una vez en la vida, y que quien no lo hiciera estaría condenado a ir después de muerto. Los lugareños aseguran que hay que prestar mucha atención a las lagartijas y otros bichejos que por allí deambulan, ya que se trata de los espíritus de aquellos que en vida no acudieron. A san Andrés de Teixido, vais de morto o que non foi de vivo, reza el refrán. Estamos en las Rías Altas, en la sierra de Capelada, a algo más de 600 metros sobre el nivel del mar, en los acantilados más altos de toda Europa continental.
No es de extrañar que las leyendas abunden en estas tierras. Cuando uno las visita lo comprende perfectamente. Entre las costas escarpadas que cortan como cuchillos sobre la crudeza del Cantábrico y el Atlántico y los bosques y quebradas que impregnan el aire de bruma y misterio, lo raro sería que sus habitantes no hubieran visto rostros y mitologías en las formas que la naturaleza les ofrece.
Nuestro recorrido comienza en la provincia de Lugo y la primera parada la hacemos en la playa de las Catedrales. Se trata de una franja de arena blanca y fina que toma su nombre de las impresionantes formaciones que el viento y el mar han esculpido con forma de arbotantes de catedral gótica en los peñascos que la circundan. Aprovechando la marea baja nos descalzamos y caminamos por la orilla, mojando los pies en el agua y pasando por debajo de estos arcos, que pueden superar los 30 metros de altura. El escaso desnivel que presenta el terreno hace que las mareas suban y bajen con rapidez inusual, con lo que hay que tener muy en cuenta los horarios de estas cuando se sale a caminar. De otro modo nos podemos ver en un apuro.
Dejamos Ribadeo y nos dirigimos hacia los acantilados. Nuestra siguiente parada tiene lugar en Estaca de Bares, un peñasco que se adentra en el mar para separar las aguas del Cantábrico de las del Atlántico, y que constituye el punto más septentrional de toda la península Ibérica. Además de visitar el faro y disfrutar de la vastedad del océano y de los cientos de aves migratorias que tienen este punto en su ruta, vale la pena hacer una parada en el hotel Semáforo de Bares. Se trata de una antigua construcción militar desde la que se establecía comunicación con los barcos mediante señales con banderas. Completamente rehabilitado, hoy se ha convertido en un coqueto hotel de seis habitaciones en cuyo bar tomamos café y nos refugiamos del fuerte viento.
Después de comer algo en el pueblo de Cariño —nombre precioso donde los haya— ponemos rumbo al cabo Ortegal a través de una carretera estrecha que se abre paso entre la tupida vegetación. Si bien el faro no se diferencia mucho de otros que hemos visitado, su ubicación es la más espectacular. A la derecha, la ría de Ortigueira; a la izquierda, la sierra de Capelada, y ahí abajo, sobre el mar, los tres islotes puntiagudos conocidos como Os Aguillóns, en donde los percebeiros arriesgan su vida a diario para conseguir el sustento.
Una vez visitado el santuario de San Andrés, y tras dejar nuestra obligada piedra en uno de los milladoiros que lo circundan —parece ser que serán estas piedras las que hablarán en el día del juicio final para decir quién lo visitó en vida y quién no—, hacemos noche en la localidad de Pontedeume. Al día siguiente, muy temprano, nos adentramos en el parque natural de las Fragas do Eume.
Si los acantilados de las rías altas hacen perder la vista en el horizonte y evocar las lejanías y los oficios marineros, es en el bosque espeso, ese al que la luz del sol solo llega tamizada por las ramas de los árboles, en donde el alma de Galicia muestra su cara más proclive a la magia y al misterio.
Europa, que un día fuera un interminable bosque, hoy solo conserva extensiones como estas en las montañas y en los territorios más inaccesibles. El litoral fue el que más asentamientos humanos concentró y donde la explotación de los recursos ha sido más intensa. Es por eso que resulta tan inusual encontrar bosques así, tan cerca del mar que casi no conocen la sequía estival, y que cuentan con unas condiciones de humedad y calidez prácticamente desconocidas tierra adentro. A través de un camino de robles y de helechos nos adentramos en su silencio de musgo, y luego de algo más de una hora de hundir los pies en el colchón de hojas húmedas, nos encontramos con el monasterio de Caaveiro. Elfos, meigas y caballeros vienen a nuestra mente. Y un aire de ruinas de los highlands escoceses mezclado con el de las misiones jesuíticas de la América colonial. Tal vez sea esa intemporalidad y esa falta de concreción geográfica la que obliga a los sentidos a perder las referencias para centrarse en los elementos. Bajamos hasta el río a través de un antiguo puente de piedra, y mirando la silueta del monasterio a través de las ramas de los árboles imaginamos a los hombres que lo construyeron piedra a piedra hace más de 1.000 años, inspirados tal vez por la íntima sacralidad del paisaje gallego.
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Publicado en EL PAIS, 16 de septiembre de 2015.
En abril de 1944, un fallo en el motor del avión en el que viajaba acabó con la vida del soldado alemán Johannes Böckler. Sus restos, recuperados del mar balear, fueron enterrados junto a los de un pescador local conocido como En Lluent en las inmediaciones del castillo de Cabrera. No pasó mucho tiempo antes de que los pescadores y militares que frecuentaban la isla empezaran a denunciar que su espíritu los asediaba, seguramente disgustado por tener que afrontar la eternidad tan lejos de su casa. Así fue que contactaron con la Comisión de Conservación de Tumbas Militares Alemanas, la cual organizó el rescate de los restos. Los lamentos del fantasma, sin embargo, no cesaron. Uno de los pescadores preguntó entonces qué cadáver se habían llevado, el que estaba recto o el que estaba atravesado. Hoy día, muchos piensan que el cuerpo exhumado fue el del pescador En Lluent, y que esa es la razón de que el fantasma siga deambulando por la zona.
Al igual que muchas otras cabreras mediterráneas —Capri, Caprera, Capraia o Giglio—, la isla de Cabrera ha permanecido deshabitada durante largos periodos de la historia. Restos púnicos, romanos y paleocristianos han sido hallados en sus costas, pero lo cierto es que, cuando la visitamos, ninguno de esos fantasmas —tampoco el de Johannes Böckler— hizo acto de presencia. La sensación era más bien la de estar muy lejos de cualquier tipo de civilización, en un tiempo suspendido y en una tierra prácticamente virgen que costaba ubicar a escasas diez millas de Mallorca.
La llegada por mar es quizá uno de los momentos más impactantes de la visita. Después de pasar junto a los islotes de Na Foradada, Na Pobra y Na Plana, se deja atrás la Illa dels Conills y ya se puede ver la silueta del castillo que domina la entrada al puerto. Construido en la Edad Media para servir de escudo contra los piratas berberiscos que asediaban Mallorca, constituye una visita obligada una vez que se ha fondeado en la bahía. El puerto natural de Cabrera está preparado para recibir 50 embarcaciones particulares, que deben tramitar un permiso para pasar allí la noche. Como medida de protección ambiental, está prohibido tirar el ancla, con lo que la única opción es amarrarse a una de las boyas colocadas con ese fin.
Desde el año 1991, el archipiélago ha sido declarado parque nacional marítimo terrestre, lo cual ha posibilitado una recuperación de la flora y la fauna que hace pensar en lo generosa que puede ser la naturaleza cuando le damos un respiro. Los meros y las corvinas se acercan a observar a los visitantes sin ningún miedo cuando se sumergen en sus aguas —la pesca está rigurosamente prohibida—, y los bosques de pinos que antaño cubrían trozos aislados ocupan hoy un área de cientos de hectáreas. Embarcaciones turísticas salen cada día desde la Colonia Sant Jordi y Portopetro en excursiones por el día, y desde el año pasado se ha habilitado un refugio con 12 habitaciones en las que se puede pasar hasta un máximo de dos noches para recorrer con más calma la privilegiada geografía del lugar
Desde la playa de Espalmador nace un camino de piedra que trepa las colinas hacia el sur. Después de una hora de ascenso por la naturaleza más salvaje, acompañados de una ingente variedad de aves —hasta 150 especies tienen a Cabrera en su ruta migratoria— y de las lagartijas endémicas que a cada momento salen a nuestro paso, empezamos a descubrir el mar abierto al otro lado de la isla. La cara suroeste de Cabrera se descompone en un paisaje de acantilados primigenios que corona en la península de Ensiola, con el faro en la cima. La pista baja lentamente desde la cima del Coll Roig hasta el nivel del mar para luego volver a subir. El paseo dura unas cinco horas, en las que la dramática fisonomía de la costa se combina con el horizonte azul e infinito. Solo por esa caminata ya ha valido la pena la visita.
La luz de Sa Cova Blava
Cabrera es también un paraíso submarino. Sa Cova Blava es uno de los puntos más emblemáticos en este sentido, sobre todo a media tarde, cuando los rayos del sol iluminan la cueva produciendo espectaculares efectos de luz y color. Para el buceo con botellas está la zona de Punta Galiota. Diariamente se extienden permisos a todos aquellos que quieran visitarla.
Otro de los paseos obligados es el que une el puerto con la colina La Miranda, desde donde pueden obtenerse unas vistas espectaculares. En el camino se pasa por la antigua casa de la familia Feliu —últimos propietarios de la isla antes de que esta pasara a manos del Estado—, por el celler (bodega) reconvertido en museo y por el monumento en memoria de los soldados franceses, sombrío recordatorio de uno de los episodios más negros de la historia de Cabrera: tras la batalla de Bailén, algo más de 13.000 prisioneros del ejército napoleónico fueron encarcelados en la isla y, producto del hambre, la sed y el abandono al que fueron sometidos, apenas 3.000 lograron salir con vida.
A la naturaleza, sin embargo, estas historias le son ajenas. Con paciencia de anciano ha visto pasar a los hombres que desde la edad del bronce han querido dejar su huella en estas tierras. El sol y el aire del mar van lavando sus rastros, y la vida fluye en el archipiélago tanto en el agua como en la costa. Más de 400 especies botánicas, 200 de peces y numerosos invertebrados —además de las aves que lo habitan y lo frecuentan— renuevan cada día el pacto de eternidad entre el cielo y la tierra. El silencio del atardecer nos encuentra flotando en la bahía. El sol cae sobre las colinas y despide otro día en la isla de Cabrera.
Javier Argüello es autor de la novela A propósito de Majorana (Literatura Random House).
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Publicado en EL PAIS, 7 de abril de 2015.
Ubicada prácticamente en el centro del Mediterráneo, la ciudad de Nápoles posee una de las historias más ricas de toda Italia. Por decenas se cuentan sus ciudadanos ilustres, desde Giordano Bruno hasta Sophia Loren, pasando por Bernini y Enrico Caruso. Pero tal vez el misterio más grande que albergan las aguas de su bahía sea el de la desaparición del físico Ettore Majorana.
Considerado por sus colegas como un genio de la talla de Newton o Galileo, Ettore Majorana llegó a la Universidad de Nápoles a principios de 1938 para hacerse cargo del curso de Física Teórica. El viernes 25 de marzo de ese mismo año tomó un ferri hacia Palermo, Sicilia, dejando tras de sí dos cartas —una dirigida a su familia y otra al director del Instituto de Física— en las que anunciaba su propósito de no llegar a destino. “He tomado una decisión inevitable”, decía, “y espero que no vistan luto por mí”.
Al día siguiente, sin embargo, envió un telegrama desde Palermo en el que explicaba que “el mar lo había rechazado” y que pronto volvería para aclarar lo sucedido. Y parece ser que, efectivamente, al día siguiente tomó el ferri de regreso, pero esta vez sí que nunca llegó. A partir de ahí, las especulaciones se disparan en todas las direcciones imaginables. Desde el más evidente suicidio —por más que su cuerpo nunca fue encontrado— hasta voces como la del escritor Leonardo Sciascia, que plantea la posibilidad de que Majorana haya intuido el camino que la física tomaría —la construcción de la bomba atómica— y haya querido quitarse de en medio.
Mil novecientos treinta y ocho fue un año curioso para llegar a Nápoles. El aeropuerto de la ciudad acababa de ser inaugurado, así como las líneas de cercanías que la comunicaban con la provincia y los funiculares que llevan al barrio del Vómero, en la cima de una de sus colinas. Este periodo de bonanza se mezclaba con el ambiente de preguerra que empezaba a palparse en las calles.
Prueba de ello fue la clausura del gran café Gambrinus, acusado de ser un nido de antifascistas. Ubicado a metros de la plaza Plebiscito, del famoso teatro de San Carlo y de la imponente galería Umberto I, el café Gambrinus había constituido desde su construcción en 1890 el corazón cultural de la ciudad, reuniendo en un mismo espacio a artistas, periodistas, políticos y literatos. Afortunadamente, en los años setenta reabrió sus puertas completamente restaurado y hoy su barra vuelve a ser una cita ineludible para disfrutar de un ristretto y de un babà.
Nápoles es a la vez decadente y majestuosa. Quizá en ello radique su incomparable encanto. Por los días en que me tocó visitarla, las obras del metro habían tenido que ser paralizadas a causa del hallazgo de un trozo de puerto griego que involucraba todo un pantalán con dos galeras completas amarradas a él. Hasta dos ciudades subterráneas pueden hallarse bajo la Nápoles de hoy, y en la superficie —entre el polvo y el ruido y las ruinas de sus palacios— es capaz de albergar las realidades más contradictorias.
Entramos en el barrio Chiaia y nos asomamos a la calle de las tiendas caras para encontrarnos con una escena que me descoloca. Haciendo cola frente a las puertas de Versace y de Gucci vemos a un grupo de señoronas vestidas de negro que parecen recién salidas de una película de Fellini. “¿Y esto?”, le pregunto a mi acompañante. “¿Tú qué crees?”, me responde. “Las familias de los capos que han salido de compras”.
La sede de la universidad en la que Majorana daba sus clases está ubicada en la avenida Umberto I. Desde ahí hasta el puerto hay 10 minutos andando y fue el último recorrido que se sabe que realizó. Con el fin de emularlo, dejamos atrás la plaza Bovio y, una vez en el embarcadero, nos subimos al primer ferri que encontramos.
El espectáculo resulta imponente. A medida que el barco se aleja, la bahía empieza a descubrir todo su señorío, con las islas de Ischia, Procida y Capri descansando sobre sus aguas, con el Vesubio como presencia excluyente, y con los castillos dell’Ovo, Nuovo y de Sant’Elmo dominando el entramado urbano. Poco a poco las antiguas fortalezas se van fundiendo con la ciudad moderna, como si a medida que nos distanciamos los tiempos empezaran a confundirse en sintonía con las teorías en las que Majorana trabajaba.
El Castel Nuovo es una fortificación renacentista edificada por los franceses en el siglo XIII. El Castel Sant’Elmo, en parte cavado en roca volcánica, domina la ciudad desde la colina del Vómero. El Castel dell’Ovo debe su nombre a una leyenda que dice que, durante su construcción, Virgilio colocó un huevo en la base de su estructura y que si un día llega a romperse, el castillo se vendrá abajo, trayendo toda clase de calamidades a la ciudad.
La cima del Vómero
Obtenida ya la perspectiva acuática, mi acompañante sugiere trepar a la parte alta. Después de un plato de cartoccio en la plaza Bellini —imprescindible para quienes disfruten de la buena pasta— nos montamos en un motorino y nos desplazamos a la cima del Vómero para sentarnos al pie del Castel Sant’Elmo a contemplar la imagen aérea de la bahía. La física en la que Majorana trabajaba afirma que una misma partícula puede hallarse en más de un lugar al mismo tiempo. Así, una vez desaparecido, él mismo empezó a ser visto aquí y allá en los sitios más diversos.
Hubo quien declaró haberlo conocido en Buenos Aires, otros en Venezuela y otros como monje de clausura en un monasterio napolitano. ¿Sería eso lo que se proponía, convertirse en una gran onda mecánico-cuántica que pueda estar en cada sitio en el que una conciencia lo imagine? Nunca lo sabremos. Lo único cierto es que, mientras el sol cae sobre la bahía de Nápoles, en algún punto ubicado entre el golfo de Sorrento y la isla de Capri se esconde el secreto de lo que pudo haber sido del gran Ettore Majorana.
Javier Argüello es autor de la novela A propósito de Majorana (Literatura Random House).
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Publicado en El País, 15 de Septiembre de 2014.
El dato impresiona. Junto con ciudades como Reikiavik o Helsinki, Oslo se cuenta entre las capitales más septentrionales de la tierra. Pues desde Oslo hasta África hay la misma distancia que desde Oslo hasta Svalbard, nuestro punto de llegada. Así de cerca de la cima del mundo nos hemos venido.Svalbard constituye la última frontera a la que un barco puede asomarse antes de que los hielos eternos cubran la superficie del mar. Nosotros hemos llegado navegando en el velero Sterna en una travesía de varios días desde el continente europeo. Nuestro primer refugio lo constituye el fiordo de Hornsund, en el sur de la isla de Spitsbergen. La latitud es 77º Norte. Nos hallamos a unos 1.500 kilómetros del Polo Norte.
Rodeados de glaciares y armados con nuestro fusil —la ley obliga a llevar uno debido a la presencia de osos polares— bajamos a tierra en una playa que nos ofrece un paisaje lunar. Lo primero que nos encontramos es un pequeño zorro ártico que nos mira con ojos nerviosos, como si quisiera saber el motivo por el que estamos ahí. Avanzamos por la orilla rocosa, vadeamos un arroyo de deshielo y damos con los restos de una cabaña de cazadores que se eleva solitaria en la otra punta de la bahía. Cualquier construcción anterior a 1946 es considerada una ruina en Svalbard y protegida como tal, es por eso que a lo largo de toda su geografía pueden hallarse refugios de tramperos y cazadores en perfecto estado de conservación. El que nos encontramos no tiene más de cuatro metros cuadrados y una única ventana pequeña. Al entrar damos con una especie de despensa que aún contiene latas de conservas y algunas botellas vacías. Sobre la mesa hay dos hachas y algunas otras herramientas, y un poco más allá, junto a la estufa de hierro que preside la estancia, se reparten un par de ollas, un cazo y algunos cubiertos oxidados. Se nos hiela el alma al pensar en la vida que llevaban los hombres que allí vivían. Es verano en Svalbard y el sol está alto en el cielo las 24 horas. Llevamos días sin conocer la oscuridad y el ánimo empieza a verse algo afectado, pero no es nada en comparación con lo que deben haber soportado esos individuos en la noche perpetua del invierno polar.
En 1920, el mismo tratado que reconoció la soberanía noruega sobre Svalbard autorizó a algunos otros países a explotar sus recursos naturales. Compañías inglesas, holandesas y españolas establecieron allí sus bases balleneras, y del mismo modo se levantó el poblado minero ruso de Barentsburg, nuestra siguiente parada. Un pueblo posapocalíptico. Una serie de barracas semejantes a dormitorios de tropa o pabellones de prisioneros descansan sobre las laderas ennegrecidas por el carbón, y una sinfonía de tuberías, grúas oxidadas y maquinaria en desuso completan el cuadro. En sus épocas de esplendor, Barentsburg llegó a contar con más de 2.000 habitantes. Arktikugol es el nombre de la compañía que ha explotado sus recursos durante más de medio siglo y que llegó a acuñar su propia moneda, con la cual los trabajadores podían hacerse con algunos productos en los comercios de la empresa. Hoy, ante la inminente clausura de la única mina que continúa en funcionamiento, Arktikugol está intentando reconvertir las instalaciones en destino turístico. Por ahora solo hay un hotel, que además de ofrecer habitaciones posee uno de los dos bares/restaurantes de la localidad. En la ladera negra de la montaña puede verse la boca de una antigua mina. Una estructura de madera soporta las vías por las que el carbón era transportado hasta el puerto en un recorrido que no parece haber sido planificado. Nada allí lo parece. Las estructuras que caen en desuso son abandonadas y a su lado se levantan las nuevas. Como si hubiera surgido espontáneo de la montaña y de las necesidades inmediatas a las que la minería en condiciones extremas obliga, el pueblo aparece como una herida en el paisaje cubierta de polvillo negro.
Nuestra última parada es Longyearbyen, el mayor asentamiento del archipiélago, la residencia del gobernador y el punto de partida de las excursiones turísticas, que representan la principal fuente de ingresos de la zona. Casas bajas y de colores vivos constituyen su centro urbano. A un par de kilómetros del pueblo se encuentra el Banco Mundial de Semillas, una estructura subterránea a prueba de terremotos y bombas atómicas que salvaguarda la biodiversidad de las especies comestibles del planeta en caso de que ocurra alguna catástrofe. En el pequeño cementerio que hay en las afueras, hace 70 años que no se entierra a nadie. Alentados por la fantasía de una criogenización espontánea, muchas personas mayores o enfermas empezaron a querer ser enterradas allí, lo que obligó a las autoridades a tomar medidas. Las instalaciones de Svalbard carecen —a propósito— de facilidades para ancianos y discapacitados, y si uno empieza a encontrarse mal, es inmediatamente subido a un avión y enviado de vuelta a casa. Morir es algo que está prohibido en Svalbard.
Longyearbyen constituye la última parada de nuestra aventura polar. A la mañana siguiente volaremos a Oslo y, desde allí, a casa. Por la tarde, al llegar, me sentaré en el balcón y esperaré pacientemente a que se haga de noche. Primer anochecer después de un día que ha durado varias semanas. En mangas de camisa me dedicaré a mirar las estrellas. Verano mediterráneo. Bendita oscuridad.
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Publicado en El País, 26 de Agosto de 2014.
¿Cuándo empieza un viaje? ¿Cuándo subimos al avión, en el momento de comprar los billetes o cuando empezamos a imaginarlo? Hacía ya dos semanas que estábamos en el norte de Noruega y hacía una que nos habíamos embarcado en el velero Sterna, pero fue sólo entonces, mientras dejábamos atrás la última punta del continente europeo para adentrarnos en el mar de Barents, que sentimos que el viaje realmente comenzaba. Desde que empezáramos a planificarlo -desde que compramos la primera camiseta térmica y miramos por primera vez en internet el clima de la región hacia la que nos dirigíamos- todo apuntaba al momento en que dejaríamos atrás el mundo conocido para internarnos en el Océano Glacial Ártico.
En torno a la mesa de cartas se organiza una pequeña reunión en la que se nos explican las normas que regirán a partir de ahora. Albert, el líder de la expedición, nos vuelve a dar la bienvenida, nos pone al tanto de los procedimientos de seguridad, nos asigna funciones específicas y nos explica la ruta a seguir. Si bien los icebergs debieran empezar más arriba, como medida de precaución todo el tiempo habrá dos de nosotros oteando el horizonte por lo que pudiera pasar. Fin de la reunión. Un aplauso surge espontáneo de las manos de los presentes. Como si recién nos encontráramos, nos saludamos, nos deseamos suerte y nos preparamos para zarpar.
Los primeros momentos de un viaje como ese están cargados de expectación. La velocidad a la que se mueve un velero –incluso el Sterna, que es de navegación rápida- no supera en promedio los veinte kilómetros por hora. La tierra tarda horas en perderse de vista y la sensación de que no se avanza puede llegar a resultar incómoda. Poco a poco, sin embargo, el ánimo se va desprendiendo de los tiempos de tierra para impregnarse del ritmo de a bordo, en donde el reloj se desdibuja y cada cosa encuentra su lugar. Una charla sobre la carta de navegación toma el tiempo que toma. Poner agua para un café y compartirlo en cubierta observando las olas cruzar la proa puede llenar parte de una jornada. De nada sirve impacientarse ni querer avanzar acontecimientos. La primera lección que el mar enseña es que las cosas llegarán cuando tengan que llegar. No llevamos ni veinte millas cuando el chorro de una ballena asoma por la popa. Más tarde aparecen los delfines que nos acompañarán gran parte del trayecto. Siempre es reconfortante –y dicen los marinos que de buen augurio- que vengan a saludar.
El mar de Barents debe su nombre a un expedicionario holandés del siglo XVI. En su intento de hallar el paso del noreste, Willem Barents llevó a cabo hasta tres intentos -todos fallidos- de rodear Siberia por el norte para encontrar una nueva ruta comercial a oriente. En el primer viaje se encontraron con un oso polar e intentaron subirlo a bordo. El jaleo que armó el animal una vez en cubierta fue tal que hubo que sacrificarlo. La isla junto a la que lo hallaron fue bautizada con el nombre de Isla del Oso y constituye nuestro destino inmediato. En su tercer y último viaje, además de encontrar la muerte en las costas de Nueva Zembla, Barents descubrió el archipiélago de Svalbard, nuestro destino final.
El sol permanece en el cielo de forma ininterrumpida pero son pocos los momentos en los que lo vemos brillar. Entre las nubes y la bruma, avanzamos envueltos por un silencio de nieve a través de unas aguas color petróleo. Al tercer día de travesía, de entre la densa niebla vemos aparecer la silueta afilada de la Isla del Oso, el único trozo de tierra entre el continente europeo y Svalbard, y sólo habitada por los nueve científicos de la base meteorológica allí instalada. No existe ningún medio de transporte regular que lleve a nadie hasta ahí. El lema del Sterna (“todavía quedan lugares en la tierra a los que sólo se puede llegar desde el mar”) se cumple aquí a la perfección. Una yerma ladera que sube desde el embarcadero exhibe los antiguos raíles que traían el carbón desde una mina ahora abandonada. Junto a ellos, los restos de la cabaña más vieja que aún se conserva. Un cartel anuncia el año de su construcción: 1822.
Finn, el director, nos recibe en la puerta de la base. Separadas unos veinte metros unas de otras, se encuentran las casetas de los cuatro huskys que acompañan al personal en sus paseos y que avisan de la posible presencia de un oso polar. Al entrar nos encontramos con las botas y los trajes térmicos colgados en fila y con una serie de fusiles, cada uno con el nombre de su dueño, dispuestos junto a la puerta. También vemos las fotos de los distintos equipos que por ahí han pasado. Las armas, los científicos y el asilamiento extremo, nos hacen pensar en películas como La cosa o El resplandor. A lo largo de todas las instalaciones se pueden encontrar armeros con rifles y munición listos para ser usados en caso de que un oso haga acto de presencia. Al parecer el nombre de la isla no se queda en una mera anécdota. Después del tiburón blanco y de la pantera negra –y por encima del león y del tigre-, el oso polar es el tercer carnívoro más peligroso del planeta.
Finn tiene alrededor de setenta años. A los diecisiete entró a trabajar en la marina mercante y dio varias vueltas al mundo. Luego regresó a Noruega, formó una familia y se incorporó a la armada como personal civil en la rama de inteligencia militar, pero de eso no puede hablarnos porque si no nos tendría que matar, bromea. Ya ha perdido la cuenta de las temporadas que ha pasado aquí. Los turnos son de seis meses y cada vez hay que volver a postular. Puede tocar en invierno o verano. Talleres de carpintería, electrónica y mecánica sirven de entretenimiento para las horas muertas. Cuando el tiempo lo permite, se puede salir a dar un paseo de un par de días, para lo cual hay dispuestas nueve cabañas a lo largo de la geografía de la isla.
Por la noche cenamos temprano y, si bien la charla es escasa, somos testigos de la camaradería que existe entre los integrantes del equipo. Luego pasamos a un salón decorado con la piel de un oso en el que se comentan las incidencias del día. El código es indiscutiblemente masculino. Finn me explica que se parece mucho a la tripulación de un barco. Steinar, el mecánico, me cuenta que es su primera temporada en la base. Luego de años de trabajar como ingeniero en empresas automotrices fue asignado a un puesto ejecutivo en oficinas, y al cabo de un tiempo sintió la necesidad de volver a ensuciarse las manos. Su mujer estuvo de acuerdo y él considera que incluso para la salud de la pareja es beneficioso ese tiempo de soledad. Es la primera vez en su vida que consigue dejarse la barba. A su mujer no le agrada como le queda.
A la mañana siguiente nos despedimos de la base y sus moradores y volvemos a hacernos a la mar. Navegar a vela es una de las actividades más antiguas que existen y, salvo algún detalle técnico, poco ha cambiado desde que los primeros hombres se atrevieron a practicarla. Más allá de algunas mejoras puntuales y de los modernos sistemas de geoposicionamiento, una vez que se ha salido las únicas leyes que rigen son las del viento y las del mar. Me recuesto en mi litera y abro el libro que estoy leyendo. En la proa del Sterna la solemne inmensidad del oleaje. Próxima parada Svalbard: el último trozo de tierra antes de que los hielos eternos cubran el Océano Glacial.
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Publicado en El País, 12 de Agosto de 2014.
Vistos desde el aire, los fiordos noruegos parecen un rompecabezas de islas que se desgrana en el océano. Desde la cubierta del Sterna el rompecabezas se convierte en un laberinto que debemos sortear para salir al mar.
Dejamos Tromsø por la mañana. Luego de una parada en la gasolinera nos internamos en los canales. El paisaje de fiordos es imponente, a mitad de camino entre una película de hobbits y el primer día de la creación. Las tierras altas de noruega han sido talladas por el frío. Son pocos los meses del año en los que la nieve deja ver las cumbres, cortadas a cuchillo sobre un mar gris metálico, templadas a fuego vikingo y enfriadas en el océano glacial. La primera vez que me asomé a las oficinas del Sterna, el velero en el que viajamos, me encontré en la pared con un mapa del polo norte visto desde arriba, el polo en el centro y alrededor los territorios del círculo polar. Recuerdo el vértigo que la imagen me generó, como si estuviéramos a punto de subir a la cima del mundo.
Rodeados de picos nevados avanzamos a motor sobre un mar que es un espejo. Aquí y allá se levantan los perfiles de las islas, piedra nevada de tiempos remotos que cae al agua en laderas pobladas de pinos. El sol avanza horizontalmente en el cielo y las nubes se despliegan estiradas por los vientos de altura. En los valles, donde las laderas se convierten en prados, cada tanto aparece alguna casa solitaria que hace pensar en el modo que tienen sus habitantes de llegar hasta allí. En cubierta el pasaje no hace otra cosa que mirar. Prismáticos, fotografías, y el disco duro de la mente que no para de registrar.
La primera parada la hacemos enReinfjord. Se trata de un caserío de unas veinte o treinta cabañas. La vegetación celebra los primeros días del verano y engalana los jardines con ramos de flores y hierbajos. Lo primero que salta a la vista cuando nos acercamos es una estructura gris de madera suspendida sobre pilotes que parece albergar alguna clase de factoría. Al espiar por la ventana de lo que parece la nave central descubrimos que se trata más bien de un club social. Sillas y bancos se amontonan en un rincón de la sala y unos altavoces confirman que se trata del escenario de las celebraciones locales. Avanzamos hasta el muelle y nos encontramos con Ivar, que acaba de volver de faenar con la barca llena de salmones. Mientras le ayudamos a descargar nos cuenta que, efectivamente, el sitio había sido una antigua factoría de gambas peladas que en los años sesenta dio lugar a la población de Reinfjord. Cuando cerró, en los noventa, el banco se la vendió por un buen precio, y actualmente la utiliza como embarcadero para sus lanchas, como garaje para sus motos de nieve y como almacén para salar y secar sus capturas. Con sesenta y cinco años y toda una vida de trabajo -que incluyó algunos años en la armada noruega, otros en un barco carbonero que traía el mineral desde Svalbard y finalmente una empresa propia de electrónica naval- ahora disfruta de su jubilación, vive en Tromsø y se pasa el mes de julio en Reinfjord, donde recibe la visita de sus hijos y nietos. Su tío Leif es uno de los cinco habitantes permanentes del pueblo. A su muelle llega semanalmente el pedido de víveres para toda la comunidad.
Nuestra segunda parada es en Seiland, un poco más al norte que Reinfjord y más salvaje si se quiere. Los poblados que hay por la zona en general se organizan en torno a alguna casa comercial. En este caso se trata de una pesquera fundada por los abuelos de André –la persona que nos recibe en el embarcadero-, y que también ha caído en desuso. La madera con la que fue construida la compró el abuelo de André en un local de desguase y había pertenecido a un campo de prisioneros rusos. Cuando André era niño aún podían leerse los nombres de los prisioneros pintados en los tablones. El paso de los alemanes por la zona fue especialmente duro sobre el final de la Segunda Guerra Mundial. Con la intención de no dejar nada al ejército ruso, se dedicaron a quemar todo lo que encontraron a su paso al retirarse. Una de las pocas casas que quedó en pie fue la del abuelo de André.
Desde el mar, Seiland parece tener menos de veinte casas. Cascadas de deshielo y laderas rocosas acompañan el verde eléctrico de las coníferas y de la vegetación en general. La tienda de André es el único lugar de encuentro del pueblo. Además del pequeño supermercado tiene una gran mesa rodeada de sillas que hace las veces de cafetería. Sobre la misma puede hallarse una colección de periódicos y revistas. André es de ascendencia sami por parte de padre. Su bisabuelo era chamán y le enseñó las artes a su abuelo, éste a su padre y su padre a él. André nos explica que a través de ciertas invocaciones sabe cómo cortar hemorragias y calmar dolores. Cuando era más joven solía llevar un anillo de oro y otro de plata, uno en cada mano. El de oro representa al sol y el de plata a la luna, y cuando quiere preguntar algo a los dioses –él prefiere entenderlos como fuerzas de la naturaleza-, pone ambos anillos sobre un tambor decorado con motivos rituales y comienza a golpearlo hasta que los anillos se ponen a bailar. Sus movimientos cifran mensajes que el chamán debe interpretar. Hace tiempo que ya no lleva los anillos porque según en qué épocas podía resultar conflictivo andar exhibiéndolos. El abuelo de André prefería explicar sus artes en términos del Dios cristiano. En el fondo da igual el nombre que se le dé, se trata siempre de las mismas fuerzas de la naturaleza, dice André.
Damos una vuelta por el pueblo y nos internamos por un camino que encuentra su fin al cabo de unos dos kilómetros. Luego de una curva desciende hacia el mar y se choca con la ladera de una montaña. André me explica que se trata del fin del mundo. Cuando era pequeño pensaba que ahí se acababa el mundo, luego empezó a crecer y a explorar las montañas, y cuando había coronado todos los picos de la isla, empezó a mirar hacia la isla de enfrente. Ahí se dio cuenta de que el final del camino –el fin del mundo- era apenas el principio. En uno de sus muchos viajes por el mundo conoció a su esposa filipina en México. Hoy tienen tres hijos que constituyen el 75% del alumnado de la pequeña escuela de Seiland. Este año sólo contó con cuatro alumnos.
Dejamos Seiland y ponemos proa a Cabo Norte. Una bola de metal corona el acantilado que marca el punto más septentrional de Europa. A partir de ahí nos abre sus puertas elmar de Barents, puerta de entrada al Océano Glacial. Cabo Norte marca el final de un camino, pero también el principio de otro. André nos advierte de que tengamos cuidado ya que se trata de uno de los mares más salvajes de la Tierra. Todas las generaciones de su familia han perdido a alguien allí. Le pido que consulte a su tambor acerca de la suerte que correremos. André me dice que no hay que temer a las fuerzas de la naturaleza, que sólo hay que respetarlas. Mientras las respetemos, nos dice, podemos ir en paz.
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