Un pueblo con espina dorsal

El País, 23 de Diciembre 2006.

Si alguno de los habitantes de Pasai Donibane nos dice que vive en el número ocho, lo normal sería preguntarle la calle. Esto no es necesario aquí y la razón es muy simple: no hay más que una. La delgada franja de tierra que la ladera de la montaña cede a la costa no ofrece alternativas. Así, desde su construcción en épocas medievales, el poblado ha tenido muy pocas oportunidades de crecer o transformarse. Lo que era es lo que es, una calle serpenteante de piedra y madera a orillas de la cual se reparten espontáneas las coloridas casas de los moradores. Los juegos de luz y sombra son dramáticos y secretos. El musgo crece en las paredes al calor de una humedad antigua. Si sale el sol todo reluce, como si de pronto despertaran las barcas y las casas. Pero es el gris el tono que mejor le sienta a la comarca, el que agrava el color del mar y enciende el verde de la flora cantábrica. Si les dieran a elegir, pidan un día nublado.

A Pasai Donibane-San Juan se llega de casualidad. Enclavado en la vereda oriental de la bahía de Pasaia (Pasajes), contrasta con sus vecinos en la terca forma en que ha olvidado el tiempo. Bajando desde Hondarribia por la carretera de Jaizkibel y descendiendo el monte del mismo nombre, nos encontramos de pronto con una zona industrial que desmiente las descripciones de quienes nos han enviado. Modernas grúas invaden el paisaje y enormes hangares decoran la costa. Girando a la derecha, sin embargo, llegamos a un aparcamiento. El coche se queda allí a la espera y nosotros nos adentramos andando en la sinuosa columna vertebral del pueblo. Pasamos la iglesia de San Juan Bautista que junta los hombros y se espiga hacia el cielo a la sombra del angosto desfiladero, nos detenemos en los graves portales de madera maciza y salvamos los arcos de piedra que sostienen las casas: si quieren llegar de la montaña al mar, no les queda más opción que levantar un puente sobre la calle. En cualquier rendija que se abra o a través de sus propias ventanas, el mar aparece y desaparece a la izquierda del camino.

Enormes mercantes

Del otro lado de la bahía, como venida de otra época, se erige la silueta de Pasai San Pedro, vecino y cofundador del portuario municipio. Pasaia es el puerto comercial más importante de Guipúzcoa, y la actividad de los enormes mercantes se combina con la más tradicional de las barcas y las traineras. La tradición del remo, tan extendida en todo Euskadi, tiene en estas costas una particularidad añadida. En las pausas de la faena, cuando las trainas o redes de fondo están ya en el agua y la actividad ofrece un recreo, los hombres colocan partituras sobre la espalda de su compañero arraunlari, y ensayan con instrumentos autóctonas melodías. La popular Tamborrada Arrantzale Sanjuandarratiene su fundamento en este hecho.

Un poco más allá nos encontramos con el astillero de Ontziola, un centro de investigación y construcción de embarcaciones tradicionales vascas que mantiene vivo el oficio de la carpintería de ribera. El último proyecto en el que se han visto embarcados ha sido la construcción de una chalupa ballenera de nombre Beothuk, que fueron a probar en aguas canadienses, las mismas hasta las que los pescadores de bacalao y cazadores de ballenas vascos se desplazaban a faenar en el siglo XVI. La experiencia de la zona en la construcción naval es vasta y prestigiosa, siendo cuna de carabelas como las de Colón y de parte de los navíos de la Armada Invencible. Con paciencia de anciano y mientras raspa la madera, Marcos me explica los pormenores de la expedición de la Beothuk -documentados en una cinta que el realizador holandés Oliver van der Zee termina de editar por estos días-, así como los detalles de la construcción de otros proyectos. La mañana se nos va entre derrotas y aparejos.

Seguimos caminando con la intención de alcanzar el camino de puntas, pero la suave llovizna que hasta entonces nos acompaña se decide por fin a transformarse en lluvia. Para mañana quedará la bocana y el mar abierto. Hoy toca refugiarse en el primer apeadero que nos reciba y que resulta ser el bar de los jubilados. Para quitarnos el frío de los huesos, Josexo nos convida con su afamado carajillo, conocido, según él, entre los pescadores de todo el Cantábrico. Servido en el mismo vaso en el que se bebe todo en estas tierras -el azúcar quemándose en el borde, los granos de café sumergidos en el brebaje-, lo paladeamos en las mesas que enfrentan la bahía, y, mirando la lluvia que cae en el agua, evocamos los tiempos en que desde allí salieron galeones y bajeles en busca de puertos nuevos.