Esencia nocturna de Granada

El País, 29 de Octubre 2005

Sólo Dios es vencedor. Pienso en esa frase mientras atravieso la placeta de San Gregorio en dirección a Calderería Nueva, la calle de las teterías. Vengo bajando desde el Sacromonte. A mitad de camino, en la plaza Larga, detrás del mirador de San Nicolás, paré a comer algo. No sé si habrá sido el gazpacho o la paella, o la combinación de ambas, la que me dejó esta sensación de pesadez en el estómago. Seguramente en las teterías encontraré algún brebaje que la disipe.

La frase a la que me refiero es una de las muchas que decoran los portales y las paredes de los palacios nazaríes, en la Alhambra. Anoche estuve allí. Subí con el último autobús y recorrí en privilegiada soledad los cerca de 500 metros que separan la entrada de la Puerta del Vino, lugar en el que la visita da comienzo. Había estado antes, pero de día. El mismo camino que mis pasos recorrieron bajo el estrellado cielo de una noche sin luna lo había conocido atestado de turistas. Ahora, sólo los grillos se oían. La visita nocturna termina a las once y media, pero sólo hasta las once bajan los autobuses, con lo que luego de esa hora son contados los visitantes que se arriesgan a descender andando. Uno de los vigilantes con el que intercambio unas palabras me recomienda vivamente esta última opción. La noche es agradable y decido hacerle caso. En silencio observo la Alcazaba, la imponente dureza de su muro de piedra; luego me adentro en los palacios. Discretos focos lanzan haces de luz que dibujan figuras sobre las trabajadas paredes. El patio de los Arrayanes, la torre de Comares, el salón de los Embajadores con sus vistas nocturnas del Albaicín -desde allí, desde algún carmen, alguien también nos está mirando-, el patio de los Leones con sus columnas y la fuente.

El aire quieto

La intimidad de la penumbra favorece la evocación de alguna escena cotidiana ocurrida allí hace cientos de años: en una noche como ésta, los pasos de Mohamed V atraviesan la estancia en dirección al harén, en donde le espera su favorita. Una luna más resuelta que la que ahora se esconde le observa desde el cielo e ilumina la fuente. En el resto de las habitaciones, la corte descansa. En el patio, el aire está tan quieto como hoy. Con aquellos paisajes imaginarios en las pupilas, decido dar por terminada la visita.

Los colores de las telas y las voces de los puestos anuncian el comienzo de la calle de las teterías. El aire se ve invadido por los aromas de las hierbas que se confunden con el dulzor meloso de los pasteles de hojaldre, como si de un callejón de cualquier medina se tratase. El calor seco que la ciudad toma prestado de la sierra no llega a contagiar los rincones de sombra. Bajo las ramadas y los aleros, el aire es fresco y cortante; por la noche hará frío seguramente.

Entro al azar en uno de los locales. Deambulo por varios salones antes de dar con la dueña. La pongo al tanto de mi dolencia y ella me ofrece una mezcla de hierbas que ha bautizado con el nombre de Lágrimas de Boabdil, las mismas que vertió el último rey moro al entregar la llave de la ciudad a los cristianos, y las que le valieron toda la dureza de las palabras de su madre: «Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre».

En el Centro de Interpretación del Sacromonte me entero de la continuación de la historia. Parece ser que al término de la dominación musulmana, muchas familias nobles abandonaron sus tierras con la esperanza de volver un día, y temerosos de que en el camino les robaran sus pertenencias, las escondieron entre los olivos del monte de Valparaíso. Al ser liberados, sus sirvientes -de raza negra en su mayoría- se dedicaron a buscarlas y a cavar en la roca lo que pronto se convertiría en sus viviendas, las cuevas del hoy llamado barranco de los Negros. Posteriormente las compartirían con los gitanos que llegaron como herreros y caldereros acompañando a los ejércitos de los Reyes Católicos. La oportuna leyenda de unos supuestos libros plúmbeos que un erudito morisco falsificó con el fin de subrayar los rasgos comunes entre el cristianismo y el islam colaboró en la buena integración política e ideológica. Atribuidos a un discípulo de san Cecilio, constituyeron la fundación de los montes sacros, agrupados luego bajo el nombre de Sacromonte.

En el bar Eshavira

Dejo la Alhambra y bajo a la ciudad a través de una ladera poblada de olmos y de castaños. Poco a poco, los árboles van dando paso a las abigarradas pensiones de la cuesta de Gomeres. No tengo sueño aún. Atravieso la cuenca del Darro y me adentro por la calle de Elvira hasta una plaza escondida en el centro de una manzana, en donde un cartel anuncia la entrada del bar Eshavira. No hay turistas dentro, me lo habían advertido. Sólo palmas y guitarras que se dejan oír entre un nutrido grupo de rostros aceitunados y de miradas hondas. En la vida hay que saber estar y saber dejar estar, me dice uno que tengo al lado. Yo asiento respetuoso y chocamos nuestros vasos.

La infusión me ha sentado bien. Salgo de nuevo a la calle. El sol ha bajado un poco, y su brillo anaranjado otorga a la estampa un aire importado de las tierras de los sultanes. Antes que los árabes, estuvieron aquí los visigodos, y antes, los romanos y los griegos y los cartagineses. Luego vinieron los cristianos, y a saber quién vendrá después. Sólo Dios es vencedor, proclamó alguna vez Zawi ben Zirí, fundador de la dinastía que daría nombre a la época más gloriosa de la ciudad. Dejo la calle de las teterías, fin del recorrido. Sólo Dios es vencedor, pienso. Que así sea.