Hielo azul bajo el cielo austral

El País, 04 de Abril 2006.

El océano Pacífico es la superficie más extensa que posee el planeta sin ningún accidente geográfico que la altere. A lo largo de miles de kilómetros, el viento corre a placer, sin enredarse en montaña o árbol alguno, hasta que se topa con la cordillera de los Andes. Como impulsado por una rampa, sube entonces y vuelve a caer del otro lado, moldeando las formas más extraordinarias en las nubes. Bajo ellas y bajo ese cielo austral que parece el del primer día del mundo, se extiende el parque nacional Los Glaciares, declarado en 1981 patrimonio de la humanidad por la Unesco.

La puerta de entrada a este sitio la constituye El Calafate, una población de algo más de 7.000 habitantes enclavada a orillas del lago Argentino, y que gracias a la reciente edificación de un aeropuerto internacional ha visto incrementada su principal fuente de ingresos: el turismo. La oferta de excursiones es variada, pero hay una que resulta ineludible: la visita al glaciar Perito Moreno.

A las siete y media de la mañana, un autobús recoge a los turistas en sus hoteles. Ya han sido advertidos de la indumentaria que deben llevar: calzado deportivo -de senderismo a ser posible-, ropa abrigada, anorak, gafas de sol, crema protectora, guantes y gorro de lana; incluso en el verano austral (de diciembre a marzo) no debemos olvidar las latitudes en las que nos encontramos. Algo más de una hora nos toma bordear el lago Argentino, para terminar desembocando en un bosque de lengas, ciruelillos, alerces y calafates que nos acompaña hasta la llegada. La luz de la mañana quiere entibiar el aire que aún se esconde bajo las copas de los árboles. Descendemos del autobús y, tras una escueta explicación del guía, nos dirigimos hacia la zona del embarcadero.

Primera vista del glaciar: una muralla de más de 300 metros y de entre 60 y 80 de alto, de un azul tenue y eléctrico, que apenas nos ve aparecer, deja caer un trozo de hielo a modo de saludo. Lo primero que se siente es el sonido -como una rama que se quiebra-, lo cual orienta a los ojos para saber hacia dónde mirar; entonces, aquella masa se desprende a cámara lenta y entra al agua levantando una ola blanca y espumosa. Silencio entre los turistas. Un transbordador nos cruza al otro lado del lago, donde esperan los guías para colocarnos los crampones: rudas plataformas de hierro dentado que amarran con cintas a nuestros pies. Ordenados en fila india, nos adentramos en el glaciar. A cada paso, los crampones se hunden en el hielo, y los guías explican que no es hielo en realidad. Se trata de nieve compactada por el propio peso de las sucesivas capas que han ido cayendo. Así, el aire va siendo expulsado hasta que sólo quedan cristales, tan puros como un diamante; de ahí su color azul.

Avanzamos entre agujas que se elevan por todas partes, subimos y bajamos torres, salvamos profundas grietas. El mundo es blanco de pronto, y nosotros lo recorremos como se recorren los parajes de un sueño. Junto a una laguna turquesa se encuentra la entrada de una caverna. Del techo de cristal celeste gotean gotas milenarias; el suelo, congelado, refleja el brillo de las paredes; la casa de Superman en el polo se me viene a la memoria. Continuamos nuestra marcha por aquel páramo helado, hasta que al final del recorrido, en una hondonada blanca y profunda, una mesa de madera nos espera llena de vasos. «Sírvanse ustedes el hielo», anuncia sonriente el guía mientras extrae de una caja un par de botellas de whisky. Así lo hacemos y, como en un anuncio, enfriamos nuestras bebidas con el hielo del glaciar.

Spegazzini, el Onelli y el Upsala

Pero el Perito Moreno no es el único glaciar en la cuenca del lago. De entre los más importantes cabe destacar el Spegazzini, el Onelli y el Upsala, este último el de mayor extensión de toda Suramérica, con una superficie aproximada de 595 kilómetros cuadrados, es decir, unas seis veces la de la ciudad de Barcelona. La mejor manera de visitarlos es por barco. Una expedición que sale de Puerto Bandera se acerca hasta sus paredes esquivando los témpanos que de ellas se desprenden. El agua, por su parte, tiene un color metálico. Al parecer, el desplazamiento de los glaciares sobre la roca provoca una delicada erosión que libera microscópicas partículas minerales, tan pequeñas que resultan más livianas que el agua y permanecen allí suspendidas, dotándola de aquella inquietante tonalidad.

Se puede ir de pesca a alguno de los muchos ríos o lagos del parque, o se pueden organizar cabalgatas por valles y montes. Se pueden degustar platos autóctonos -el cordero patagónico es una de las especialidades-, o pasar simplemente unos días en alguna de las muchas estancias que han sido acondicionadas para recibir a los viajeros. Para los amantes del andinismo y el trekking, la pequeña localidad de El Chaltén -a los pies del monte Fitz Roy y a unos 220 kilómetros de El Calafate- satisface todos los gustos. Excursiones de un día o de varios (así como todo el material necesario para la acampada) pueden ser contratadas en la villa.

Resulta imposible verlo todo. Todo es inmenso, inabarcable. Hasta los ojos más voraces se ven excedidos. Hay, saliendo de El Calafate, un bar con el nombre de Shackleton. El dueño es un admirador del mítico explorador inglés y posee todo el material que sobre él se haya escrito. Aparte de la cerveza artesanal que acompañará la charla, el atardecer se ve bien desde ahí. Los vientos del Pacífico han decorado las nubes, y el naranja del cielo tiñe de dorado el lago. Uno piensa entonces en la nieve y en los hielos, y en la parsimonia con que el tiempo fue tallando todo aquello. Y se queda ahí sentado, disfrutando del silencio.