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Publicado en EL PAIS, 15 de marzo de 2016.

B Corps

En el año 1978, y tras seguir un curso de fabricación de helados artesanales por correspondencia, los dos amigos de toda la vida y exhippies Ben Cohen y Jerry Greenfield abrieron su primera heladería en una antigua gasolinera del centro de la ciudad de Burlington, en Vermont. Se trataba del nacimiento de la icónica compañía Ben & Jerry’s.

Durante más de veinte años, Ben & Jerry’s fue un ejemplo de responsabilidad social corporativa, implicándose en diversas causas sociales, interesándose por el impacto que su actividad tenía en el medio ambiente e impregnando de humanidad y valores las relaciones que establecía con sus empleados, proveedores y clientes. Su manera de hacer fue su mejor herramienta de marketing, y eso le permitió crecer de forma exponencial hasta que en 1999 sus fundadores recibieron una oferta por parte de la multinacional Unilever que –literalmente– no pudieron rechazar.

La lógica es la siguiente: una empresa, hoy día, es una sociedad fundada con el explícito propósito de brindar el máximo beneficio económico a sus accionistas. Si aparece un comprador que ofrece una suma que la propia compañía no está en condiciones de igualar, no vender implica defraudar a los accionistas y exponerse a las sanciones legales que ello pueda conllevar. Algo como eso fue lo que le ocurrió a Ben & Jerry’s.

Su caso, explica Pablo Sánchez, es el más representativo de aquellos que hicieron saltar las alarmas: algo se nos había ido de las manos. Como el monstruo del doctor Frankenstein, el sistema que habíamos creado podía obligarnos a actuar en contra de nuestros propios intereses. Alertados por esta perversión legal, un grupo de empresarios estadounidense fundó en 2006 B Lab, organización que se dedica a otorgar el certificado de B Corp a aquellas empresas que se muestren decididas a cambiar las reglas de juego. En 2014 esta iniciativa llegó a Europa y se creó B Lab Europe. Desde hace un año, Pablo Sánchez es su representante en España.

No se trata de una simple declaración de intenciones, explica Sánchez. Más allá de fijar ciertos estándares sociales y medioambientales, convertirse en una B Corp implica transformar los fundamentos mismos de la empresa, de modo que se pasa de defender exclusivamente los intereses de los accionistas a defender los de todos los grupos de interés, como pueden ser los empleados, el medio ambiente o la comunidad en general. Así, cualquier decisión que perjudique a cualquiera de ellos puede tener consecuencias legales para quien la toma.

Hoy en España sólo hay 11 empresas que hayan conseguido el sello B Corp; entre otras, la agencia de comunicación 1000friends, el grupo de universidades Laureate o Triodos Bank. Todas han asumido el reto de encontrar una razón de ser que vaya más allá de la exclusiva persecución del beneficio para poner el foco en el modo en que afectan a su comunidad.

¿Cuántos directores de empresas estarían dispuestos a operar bajo un estatuto que los juzgue más allá de la rentabilidad económica que consigan? O dicho de otro modo: ¿es el beneficio económico el único factor que debemos tener en cuenta a la hora de medir el éxito de una empresa? Seguramente las B Corp no den una respuesta definitiva a estas preguntas, pero se trata sin duda de un buen lugar desde el que sentarse a pensarlo.


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Publicado en EL PAIS, 5 de febrero de 2016.

Playa de las Catedrales

Cuenta la leyenda que una noche de tormenta el apóstol Andrés encalló su barca en los acantilados vecinos al cabo Ortegal y que, en compensación por no haberlo protegido del naufragio, Dios le concedió la creación de un santuario que llevaría su nombre. Lo aislado del lugar, sin embargo, hacía que no mucha gente acudiera a homenajearlo, lo cual tenía bastante triste al santo. Así fue que el Todopoderoso se le presentó un día en compañía de san Pedro y le prometió que todos los mortales irían a visitarlo al menos una vez en la vida, y que quien no lo hiciera estaría condenado a ir después de muerto. Los lugareños aseguran que hay que prestar mucha atención a las lagartijas y otros bichejos que por allí deambulan, ya que se trata de los espíritus de aquellos que en vida no acudieron. A san Andrés de Teixido, vais de morto o que non foi de vivo, reza el refrán. Estamos en las Rías Altas, en la sierra de Capelada, a algo más de 600 metros sobre el nivel del mar, en los acantilados más altos de toda Europa continental.

No es de extrañar que las leyendas abunden en estas tierras. Cuando uno las visita lo comprende perfectamente. Entre las costas escarpadas que cortan como cuchillos sobre la crudeza del Cantábrico y el Atlántico y los bosques y quebradas que impregnan el aire de bruma y misterio, lo raro sería que sus habitantes no hubieran visto rostros y mitologías en las formas que la naturaleza les ofrece.

Nuestro recorrido comienza en la provincia de Lugo y la primera parada la hacemos en la playa de las Catedrales. Se trata de una franja de arena blanca y fina que toma su nombre de las impresionantes formaciones que el viento y el mar han esculpido con forma de arbotantes de catedral gótica en los peñascos que la circundan. Aprovechando la marea baja nos descalzamos y caminamos por la orilla, mojando los pies en el agua y pasando por debajo de estos arcos, que pueden superar los 30 metros de altura. El escaso desnivel que presenta el terreno hace que las mareas suban y bajen con rapidez inusual, con lo que hay que tener muy en cuenta los horarios de estas cuando se sale a caminar. De otro modo nos podemos ver en un apuro.

Dejamos Ribadeo y nos dirigimos hacia los acantilados. Nuestra siguiente parada tiene lugar en Estaca de Bares, un peñasco que se adentra en el mar para separar las aguas del Cantábrico de las del Atlántico, y que constituye el punto más septentrional de toda la península Ibérica. Además de visitar el faro y disfrutar de la vastedad del océano y de los cientos de aves migratorias que tienen este punto en su ruta, vale la pena hacer una parada en el hotel Semáforo de Bares. Se trata de una antigua construcción militar desde la que se establecía comunicación con los barcos mediante señales con banderas. Completamente rehabilitado, hoy se ha convertido en un coqueto hotel de seis habitaciones en cuyo bar tomamos café y nos refugiamos del fuerte viento.

Después de comer algo en el pueblo de Cariño —nombre precioso donde los haya— ponemos rumbo al cabo Ortegal a través de una carretera estrecha que se abre paso entre la tupida vegetación. Si bien el faro no se diferencia mucho de otros que hemos visitado, su ubicación es la más espectacular. A la derecha, la ría de Ortigueira; a la izquierda, la sierra de Capelada, y ahí abajo, sobre el mar, los tres islotes puntiagudos conocidos como Os Aguillóns, en donde los percebeiros arriesgan su vida a diario para conseguir el sustento.

Faro Cabo Ortgal

Una vez visitado el santuario de San Andrés, y tras dejar nuestra obligada piedra en uno de los milladoiros que lo circundan —parece ser que serán estas piedras las que hablarán en el día del juicio final para decir quién lo visitó en vida y quién no—, hacemos noche en la localidad de Pontedeume. Al día siguiente, muy temprano, nos adentramos en el parque natural de las Fragas do Eume.

Si los acantilados de las rías altas hacen perder la vista en el horizonte y evocar las lejanías y los oficios marineros, es en el bosque espeso, ese al que la luz del sol solo llega tamizada por las ramas de los árboles, en donde el alma de Galicia muestra su cara más proclive a la magia y al misterio.

Europa, que un día fuera un interminable bosque, hoy solo conserva extensiones como estas en las montañas y en los territorios más inaccesibles. El litoral fue el que más asentamientos humanos concentró y donde la explotación de los recursos ha sido más intensa. Es por eso que resulta tan inusual encontrar bosques así, tan cerca del mar que casi no conocen la sequía estival, y que cuentan con unas condiciones de humedad y calidez prácticamente desconocidas tierra adentro. A través de un camino de robles y de helechos nos adentramos en su silencio de musgo, y luego de algo más de una hora de hundir los pies en el colchón de hojas húmedas, nos encontramos con el monasterio de Caaveiro. Elfos, meigas y caballeros vienen a nuestra mente. Y un aire de ruinas de los highlands escoceses mezclado con el de las misiones jesuíticas de la América colonial. Tal vez sea esa intemporalidad y esa falta de concreción geográfica la que obliga a los sentidos a perder las referencias para centrarse en los elementos. Bajamos hasta el río a través de un antiguo puente de piedra, y mirando la silueta del monasterio a través de las ramas de los árboles imaginamos a los hombres que lo construyeron piedra a piedra hace más de 1.000 años, inspirados tal vez por la íntima sacralidad del paisaje gallego.


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Publicado en EL PAIS, 28 de diciembre de 2015.

El cantante Camilo Sesto tiene una cara nueva. Lo mismo ocurrió hace algún tiempo con la actriz Renée Zellweger y con tantos otros, pero no por frecuente deja de sorprendernos. ¿Qué los mueve a tomar esa decisión? ¿Se sienten cómodos con el hecho de ya no ser quienes eran?

La imagen es importante. Por algo elegimos la ropa que nos ponemos y el corte de pelo que llevamos. Si alguien está deprimido no se peina ni se asea, y eso constituye un síntoma de que algo no anda bien. Según el doctor Javier Herrero, cirujano plástico, la cuestión pasa por saber qué clase de problema estoy queriendo solucionar cuando decido modificar alguna parte de mi anatomía.

Lo primero que hace cuando alguien entra en su consulta, explica, es preguntarle qué quiere cambiar de sí mismo y por qué. La cuestión consiste en discernir si el problema que el paciente trae puede solucionarse con cirugía o si en realidad se trata de un conflicto de otra índole que ha sido desplazado hacia el tamaño de sus pechos o la forma de sus orejas.

En sus 40 años de experiencia, el doctor Herrero ha visto de todo: desde chicas de 20 años que piden rejuvenecimientos vaginales hasta hombres a los que no les importa que una operación de alargamiento de pene pueda afectar su desempeño sexual con tal de verse más voluminosos. Últimamente se lleva mucho solicitar un blanqueamiento de ano. El doctor Herrero no hace ninguna de estas cosas. Una vez entró una chica en su consulta y le pidió la prótesis mamaria más grande del mercado. Así lo dijo: la más grande del mercado. El doctor Herrero le preguntó si sabía qué tan grande era eso y ella dijo que le daba igual, que quería tenerla.

Que queramos sentirnos bien con nosotros mismos resulta natural. La secuencia es más o menos la siguiente: nos sentimos bien, eso nos erotiza, y al sentirnos erotizados estamos mejor dispuestos para erotizar al otro. El problema empieza cuando creemos que podemos saltarnos el paso interno de sentirnos erotizados y buscamos el modo de erotizar al otro mediante algún artificio externo como puede ser la exhibición de unos pechos desmesurados. Esa exacerbación del erotismo despegado del propio sentir es a lo que el doctor Herrero se refiere como pornografía. Y en los últimos años le ha llamado la atención el incremento de pedidos que recibe en ese sentido. Sobre todo entre sus pacientes más jóvenes.

¿Cuánto cree que ha influido en ello el acceso ilimitado a la pornografía que Internet ha posibilitado? “Mucho”, responde. Las generaciones pasadas no veíamos tantos penes ni tantas vaginas como los jóvenes de hoy día, y eso ha influenciado no sólo la estética genital, sino los propios hábitos sexuales. Pero en última instancia, reflexiona, parece que se tratara de algo mucho más profundo, una suerte de negación del yo que va más allá de lo genital y lo estético, como si las aspiraciones de cambio que en otro momento constituían lentos procesos de transformación interior hubieran sido reemplazadas por la inmediatez de la renovación externa.

Será por eso que a Camilo Sesto o a ­Renée Zellweger no les supone un problema encontrarse con otro cuando se miran en el espejo.


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Publicado en EL PAIS, 17 de noviembre de 2015.

Celebration

En la película El show de Truman, el director Peter Weir quiso reflejar una comunidad ideal que, concebida como un gigantesco plató de televisión, lleva a su máxima expresión el empeño norteamericano del pueblo perfecto en el que las familias son guapas y cariñosas, y viven en casas de cuento con vecinos amables y educados que pasean a sus perros por calles inmaculadas sin dejar nunca de sonreír. Pues esa ciudad existe. Se llama Celebration.

El origen de Celebration, explica el artista Antoni Muntadas –que por estos días se halla preparando una conferencia que explora las relaciones entre la película de Weir y esta localidad estadounidense–, se remonta a la fundación del resort Walt Disney World. Habiendo dedicado toda su vida a la creación de mundos artificiales que descartaban cualquier elemento perturbador de la realidad exterior, en la década de 1960 la compañía Walt Disney Productions adquirió cerca de 11.000 hectáreas al suroeste de Orlando para construir el mayor complejo de parques temáticos jamás imaginado. En los planes originales figuraba, además del icónico Magic Kingdom, el primero de la saga, el proyecto Experimental Prototype Comunity of Tomorrow (EPCOT), concebido como una ciudad del futuro en donde viviría gente real que pondría en práctica algunas de las ideas de Disney para la vida urbana. Walt Disney murió de cáncer en 1966 y sus planes para EPCOT fueron abandonados, transformando la iniciativa en un parque temático más que exhibiría los últimos adelantos en tecnología. Gran parte de los conceptos allí desplegados, sin embargo, fueron integrados en Celebration.

Inaugurada en 1996, Celebration es la quintaescencia del sueño americano. Si ­EPCOT fue concebido mirando hacia el futuro, Celebration se inspiró en la nostalgia del pasado, una suerte de ciudad-plató ambientada en la década de 1930 cuyas casas color pastel y estricto reglamento interno rememoran el mundo feliz de los guiones de Disney. Cerca de diez mil personas de carne y hueso decidieron establecer allí su residencia.

El tema de los límites y los espacios protegidos no es nuevo en la obra de Muntadas, que ya ha dedicado extensos estudios a la relación existente entre el miedo y la seguridad. Las murallas, explica, han representado desde siempre el ideal de defensa contra la amenaza exterior, desde las rejas que los particulares colocan en sus casas hasta los barrios cerrados de algunas capitales latinoamericanas que cuentan con servicios de seguridad privada. Y no es algo que ocurra sólo en comunidades puntuales. Muntadas ha dedicado parte de sus reflexiones a las fronteras que separan países y continentes, como las que impiden a los mexicanos entrar en Estados Unidos o las que controlan la llegada de africanos y asiáticos a Europa.

Concebida como una ciudad-guion en la que todo está planificado –entre sus creadores hubo equipos de guionistas de Disney–, Celebration representó para sus habitantes la esperanza de criar a sus hijos en un entorno protegido, predecible y seguro, en el que no había espacio para el conflicto ni para el dolor. En el año 2010, sin embargo, la realidad burló sus fronteras. Un asesinato y un suicidio producidos en el lapso de una semana estremecieron los cimientos de la ciudad feliz. Algunas familias decidieron marcharse. Otras se quedaron. Todas, sin excepción, despertaron a una realidad que hoy nos atañe a todos: ¿hasta dónde resulta posible confiar en fronteras y muros para mantenernos al margen de las tensiones del mundo en el que vivimos?


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Publicado en EL PAIS, 13 de octubre de 2015.

Enriqueta Marti

Siguiendo una investigación sobre personas desaparecidas, me encuentro con el caso del secuestro de Teresita Guitart y con el personaje de Enriqueta Martí, su secuestradora. Apodada La Vampira del Raval, Enriqueta Martí fue acusada de secuestrar, prostituir y asesinar a niños para extraerles la sangre y el tuétano y elaborar con ellos ungüentos mágicos para la eterna juventud. Corría 1912 en Barcelona y el escándalo –como es de esperar– conmovió a la sociedad catalana.

La información la extraigo de un documentado artículo (La vampira del carrer Ponent) del año 2006 en el que el periodista Pedro Costa aporta datos que parecen confirmar las acusaciones. Internet me permite a continuación acceder a otro artículo del año 2014 (Enriqueta Martí, la vampira que no fue) firmado por la periodista Núria Escur en el que la hipótesis es diferente. Según esta versión, no se trató más que del sensacionalismo periodístico de la época, que gustó de convertir un simple secuestro en una versión local de Jack el Destripador. Enriqueta Martí no habría sido más que una pobre perturbada que, afectada por la muerte de su único hijo, secuestró a Teresita Guitart –la niña apareció sana y salva a los pocos días– y cargó por ello con la culpa de otros muchos secuestros y abusos de niños ocurridos por ese entonces.

Sigo indagando y descubro otras tantas voces que apuntan en una y otra dirección, además de los comentarios de los lectores que aportan sus propios argumentos. Internet pone de manifiesto la multitud de puntos de vista que puede haber sobre un mismo hecho.

Que la construcción de la realidad depende del punto de vista es algo que los escritores sabemos desde hace tiempo. La historia de un adulterio narrada por el amante o por el cónyuge traicionado resulta radicalmente diferente. Madame Bovary contada por Charles Bovary sería un libro muy distinto del que conocemos. Pero en ese caso estamos hablando de una ficción. ¿Qué pasa cuando nos trasladamos a la realidad, a la realidad tangible, esa que determina –por ejemplo– la forma del mundo físico.

Consulto con un amigo físico y me explica que, atendiendo a los postulados de la física de partículas, no hay algo ahí afuera a lo que podamos referirnos tan alegremente como la realidad, sino que lo que hay es un cúmulo de probabilidades que sólo colapsa en una posibilidad concreta frente a la mirada concreta que un observador ponga en juego. Antes de que esa mirada entre en escena, la realidad, literalmente, no existe.

Manifiesto mis reparos ante semejante afirmación y mi amigo me confirma que se han elaborado métodos para comprobar la presencia de una partícula –de una misma partícula– en varios sitios al mismo tiempo, de manera que si un observador declara haberla visto en el punto A y otro en el punto B, ninguno estaría mintiendo.

¿Dónde está, pues, la realidad? ¿Fue Enriqueta Martí un monstruo sanguinario o una víctima del sensacionalismo de la prensa? A más de un siglo de distancia debemos conformarnos con los distintos puntos de vista a los que podamos acceder. Por lo pronto sabemos que murió en la cárcel, apalizada por sus compañeras reclusas o víctima de un cáncer de útero. Dependiendo de quien lo cuente, existen diferentes versiones al respecto.


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Publicado en EL PAIS, 8 de septiembre de 2015.

desaparecer

En El difunto Matías Pascal, el escritor italiano Luigi Pirandello narra la historia de un hombre que debe esfumarse de la faz de la tierra para empezar a vivir. Un error policial lleva a que le confundan con un suicida anónimo, y él aprovecha esta circunstancia para dejar atrás su vida e iniciar una nueva.

Lo que Pirandello retrata con maestría en la ficción ha ocurrido muchas veces en la realidad. En un mundo en el que la mayoría de las personas se esmeran por hacer pública su vida privada colgando fotos de sus vacaciones y de sus cumpleaños en cuanta red social tengan a mano, cada vez son más los personajes públicos –y no tanto– que luchan por disfrutar de la placidez del anonimato.

En la exposición Good Luck, que puede visitarse por estos días en el museo MAXXI de Roma, la artista italiana Lara Favaretto rinde homenaje a 18 individuos que lo han conseguido. Se trata de 18 historias de desapariciones voluntarias, es decir, personas que han optado por borrarse del mapa ya sea de manera real o metafórica. Nombres como los del escritor Jerome David Salinger, el ajedrecista Robert Bobby Fischer o el físico Ettore Majorana engrosan la lista de personalidades a las que Favaretto dedica un cenotafio: tumba vacía o monumento funerario erigido en honor de alguien a quien se recuerda de manera especial. Los cenotafios de Favaretto están construidos en tierra, metal y madera y, respetando la voluntad de los homenajeados, carecen de cualquier tipo de placa identificatoria. Sólo unas cajas de metal ocultas en su interior, y que contienen algunos elementos relacionados con sus propietarios, personalizan de algún modo cada volumen.

¿Qué es lo que lleva a alguien a querer desaparecer así? Las respuestas, me dice el psiquiatra Ramón Martí, pueden ser muchas. Pero en el caso de los personajes públicos las posibilidades se acotan. Todos construimos nuestra identidad haciendo espejo en la imagen que nos devuelven los demás. Cuando esa imagen se ve amplificada y objetivada por los medios de comunicación, se requiere de una gran fortaleza para no verse afectado. Es como si esa versión pública de nosotros nos convirtiera en su objeto, y la única manera de liberarnos fuera desaparecer del mapa para encontrar, en la intimidad de nuestra propia subjetividad, una suerte de refugio en donde poder volver a ser tan volubles e imprecisos como somos los seres humanos.

Lo paradójico, reflexiona Martí, es que la hiperconectividad del mundo actual reduce drásticamente nuestras posibilidades de anonimato. Nuestras compras con tarjeta de crédito, nuestras búsquedas en Internet y hasta el contenido de nuestros correos van definiendo un perfil con el que se nos termina asociando. Si a eso le agregamos nuestros propios esfuerzos por dar a conocer lo que hacemos y pensamos a cada momento en las redes sociales, poco margen queda para lo privado. Y la pesadilla, de hecho, parece ir más allá. ¿Quién no ha recibido alguna vez una macabra invitación para jugar al Candy Crush de parte de un amigo de Facebook ya fallecido? No se trata ya de poder vivir de forma anónima; hay fuertes indicios de que ni siquiera en la muerte nos dejarán tranquilos.

En el final del libro de Pirandello, Matías Pascal vuelve a su pueblo para dejar una flor sobre su propia tumba. Imposible resistir la tentación de imaginar a uno de los desaparecidos voluntarios de Favaretto haciendo lo propio frente a su cenotafio en el MAXXI de Roma, tal vez el mejor signo de victoria de quien ha conseguido desaparecer sin dejar huella.


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Publicado en EL PAIS, 16 de septiembre de 2015.

cabrera

En abril de 1944, un fallo en el motor del avión en el que viajaba acabó con la vida del soldado alemán Johannes Böckler. Sus restos, recuperados del mar balear, fueron enterrados junto a los de un pescador local conocido como En Lluent en las inmediaciones del castillo de Cabrera. No pasó mucho tiempo antes de que los pescadores y militares que frecuentaban la isla empezaran a denunciar que su espíritu los asediaba, seguramente disgustado por tener que afrontar la eternidad tan lejos de su casa. Así fue que contactaron con la Comisión de Conservación de Tumbas Militares Alemanas, la cual organizó el rescate de los restos. Los lamentos del fantasma, sin embargo, no cesaron. Uno de los pescadores preguntó entonces qué cadáver se habían llevado, el que estaba recto o el que estaba atravesado. Hoy día, muchos piensan que el cuerpo exhumado fue el del pescador En Lluent, y que esa es la razón de que el fantasma siga deambulando por la zona.

Al igual que muchas otras cabreras mediterráneas —Capri, Caprera, Capraia o Giglio—, la isla de Cabrera ha permanecido deshabitada durante largos periodos de la historia. Restos púnicos, romanos y paleocristianos han sido hallados en sus costas, pero lo cierto es que, cuando la visitamos, ninguno de esos fantasmas —tampoco el de Johannes Böckler— hizo acto de presencia. La sensación era más bien la de estar muy lejos de cualquier tipo de civilización, en un tiempo suspendido y en una tierra prácticamente virgen que costaba ubicar a escasas diez millas de Mallorca.

 

La llegada por mar es quizá uno de los momentos más impactantes de la visita. Después de pasar junto a los islotes de Na Foradada, Na Pobra y Na Plana, se deja atrás la Illa dels Conills y ya se puede ver la silueta del castillo que domina la entrada al puerto. Construido en la Edad Media para servir de escudo contra los piratas berberiscos que asediaban Mallorca, constituye una visita obligada una vez que se ha fondeado en la bahía. El puerto natural de Cabrera está preparado para recibir 50 embarcaciones particulares, que deben tramitar un permiso para pasar allí la noche. Como medida de protección ambiental, está prohibido tirar el ancla, con lo que la única opción es amarrarse a una de las boyas colocadas con ese fin.

Desde el año 1991, el archipiélago ha sido declarado parque nacional marítimo terrestre, lo cual ha posibilitado una recuperación de la flora y la fauna que hace pensar en lo generosa que puede ser la naturaleza cuando le damos un respiro. Los meros y las corvinas se acercan a observar a los visitantes sin ningún miedo cuando se sumergen en sus aguas —la pesca está rigurosamente prohibida—, y los bosques de pinos que antaño cubrían trozos aislados ocupan hoy un área de cientos de hectáreas. Embarcaciones turísticas salen cada día desde la Colonia Sant Jordi y Portopetro en excursiones por el día, y desde el año pasado se ha habilitado un refugio con 12 habitaciones en las que se puede pasar hasta un máximo de dos noches para recorrer con más calma la privilegiada geografía del lugar

Desde la playa de Espalmador nace un camino de piedra que trepa las colinas hacia el sur. Después de una hora de ascenso por la naturaleza más salvaje, acompañados de una ingente variedad de aves —hasta 150 especies tienen a Cabrera en su ruta migratoria— y de las lagartijas endémicas que a cada momento salen a nuestro paso, empezamos a descubrir el mar abierto al otro lado de la isla. La cara suroeste de Cabrera se descompone en un paisaje de acantilados primigenios que corona en la península de Ensiola, con el faro en la cima. La pista baja lentamente desde la cima del Coll Roig hasta el nivel del mar para luego volver a subir. El paseo dura unas cinco horas, en las que la dramática fisonomía de la costa se combina con el horizonte azul e infinito. Solo por esa caminata ya ha valido la pena la visita.

La luz de Sa Cova Blava

Cabrera es también un paraíso submarino. Sa Cova Blava es uno de los puntos más emblemáticos en este sentido, sobre todo a media tarde, cuando los rayos del sol iluminan la cueva produciendo espectaculares efectos de luz y color. Para el buceo con botellas está la zona de Punta Galiota. Diariamente se extienden permisos a todos aquellos que quieran visitarla.

Otro de los paseos obligados es el que une el puerto con la colina La Miranda, desde donde pueden obtenerse unas vistas espectaculares. En el camino se pasa por la antigua casa de la familia Feliu —últimos propietarios de la isla antes de que esta pasara a manos del Estado—, por el celler (bodega) reconvertido en museo y por el monumento en memoria de los soldados franceses, sombrío recordatorio de uno de los episodios más negros de la historia de Cabrera: tras la batalla de Bailén, algo más de 13.000 prisioneros del ejército napoleónico fueron encarcelados en la isla y, producto del hambre, la sed y el abandono al que fueron sometidos, apenas 3.000 lograron salir con vida.

A la naturaleza, sin embargo, estas historias le son ajenas. Con paciencia de anciano ha visto pasar a los hombres que desde la edad del bronce han querido dejar su huella en estas tierras. El sol y el aire del mar van lavando sus rastros, y la vida fluye en el archipiélago tanto en el agua como en la costa. Más de 400 especies botánicas, 200 de peces y numerosos invertebrados —además de las aves que lo habitan y lo frecuentan— renuevan cada día el pacto de eternidad entre el cielo y la tierra. El silencio del atardecer nos encuentra flotando en la bahía. El sol cae sobre las colinas y despide otro día en la isla de Cabrera.

Javier Argüello es autor de la novela A propósito de Majorana (Literatura Random House).


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Publicado en EL PAIS, 7 de julio de 2015.

nansen jacsonç

Hay historias que sólo la realidad se puede permitir. Si fueran puestas en un libro o en una película, lectores y espectadores las rechazarían por inverosímiles. El encuentro que tuvo lugar entre Fridtjof Nansen y Frederick Jackson en la Tierra de Francisco José en 1896 es sin duda una de ellas.

En junio de 1893, y luego de tres años de concienzudos preparativos, Nansen dejó atrás las costas de Noruega con la intención de conquistar el Polo Norte. Su plan consistía en remontar el océano Glacial Ártico a través del mar de Siberia para dejarse atrapar por el hielo y permitir que la propia deriva de la banquisa polar lo llevara hasta su objetivo. Entre los aspirantes a formar parte de su reducida tripulación se hallaba un joven inglés de nombre Frederick Jackson a quien Nansen rechazó por no ser noruego.

Tras un año y medio varado en el hielo, Nansen decidió abandonar su barco –el Fram– y acometer el intento de alcanzar el Polo Norte a pie con la ayuda de un solo hombre y un convoy de trineos. A las pocas semanas de partir, Nansen y Johansen, su único acompañante, comprendieron que el objetivo resultaría inalcanzable, y en su camino de regreso pasaron 14 meses vagando por el hielo, soportando las condiciones más extremas, hasta que alcanzaron la Tierra de Francisco José, un archipiélago prácticamente inexplorado. Con las fuerzas casi extinguidas, una mañana de junio de 1896 salieron de su campamento para encontrarse con una figura humana que los observaba desde sus esquís. “¿Usted es Nansen?”, preguntó el hombre. Se trataba del Frederick Jackson, el mismo que, rechazado por Nansen, había decidido organizar su propia expedición para terminar convirtiéndose en su providencial salvador.

¿Cuál es la probabilidad de que un encuentro como este se produzca? Pablo Noriega, matemático del CSIC, pondera los datos, garabatea algunos números y revela que es de una en veinticinco mil. La probabilidad de ganar la lotería es de una en cien mil, lo cual equivale a decir que es como si Nansen hubiera comprado sólo cuatro números y se hubiese llevado el premio gordo, una probabilidad tan baja, explica Noriega, que técnicamente califica como despreciable. Noriega cuenta una broma que circula entre los de su profesión. Trata acerca de un hombre que siempre que subía a un avión llevaba una bomba con él, ya que consideraba que la probabilidad de que hubiera dos bombas en un avión resultaba despreciable.

En la vida, a veces, lo despreciable ocurre. Y cuando lo hace, explica Noriega, es lo único que cuenta. ¿Estaba escrito en alguna parte que Nansen debía rechazar a Jackson para que éste pudiera rescatarlo cuatro años más tarde, o se trató sencillamente de la más extraordinaria de las casualidades? Por lo pronto sabemos que, después de esta experiencia, Nansen abandonó para siempre el negocio de las expediciones polares.


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Publicado en EL PAIS, 7 de abril de 2015.

Napoles

Ubicada prácticamente en el centro del Mediterráneo, la ciudad de Nápoles posee una de las historias más ricas de toda Italia. Por decenas se cuentan sus ciudadanos ilustres, desde Giordano Bruno hasta Sophia Loren, pasando por Bernini y Enrico Caruso. Pero tal vez el misterio más grande que albergan las aguas de su bahía sea el de la desaparición del físico Ettore Majorana.
Considerado por sus colegas como un genio de la talla de Newton o Galileo, Ettore Majorana llegó a la Universidad de Nápoles a principios de 1938 para hacerse cargo del curso de Física Teórica. El viernes 25 de marzo de ese mismo año tomó un ferri hacia Palermo, Sicilia, dejando tras de sí dos cartas —una dirigida a su familia y otra al director del Instituto de Física— en las que anunciaba su propósito de no llegar a destino. “He tomado una decisión inevitable”, decía, “y espero que no vistan luto por mí”.
Al día siguiente, sin embargo, envió un telegrama desde Palermo en el que explicaba que “el mar lo había rechazado” y que pronto volvería para aclarar lo sucedido. Y parece ser que, efectivamente, al día siguiente tomó el ferri de regreso, pero esta vez sí que nunca llegó. A partir de ahí, las especulaciones se disparan en todas las direcciones imaginables. Desde el más evidente suicidio —por más que su cuerpo nunca fue encontrado— hasta voces como la del escritor Leonardo Sciascia, que plantea la posibilidad de que Majorana haya intuido el camino que la física tomaría —la construcción de la bomba atómica— y haya querido quitarse de en medio.
Mil novecientos treinta y ocho fue un año curioso para llegar a Nápoles. El aeropuerto de la ciudad acababa de ser inaugurado, así como las líneas de cercanías que la comunicaban con la provincia y los funiculares que llevan al barrio del Vómero, en la cima de una de sus colinas. Este periodo de bonanza se mezclaba con el ambiente de preguerra que empezaba a palparse en las calles.
Prueba de ello fue la clausura del gran café Gambrinus, acusado de ser un nido de antifascistas. Ubicado a metros de la plaza Plebiscito, del famoso teatro de San Carlo y de la imponente galería Umberto I, el café Gambrinus había constituido desde su construcción en 1890 el corazón cultural de la ciudad, reuniendo en un mismo espacio a artistas, periodistas, políticos y literatos. Afortunadamente, en los años setenta reabrió sus puertas completamente restaurado y hoy su barra vuelve a ser una cita ineludible para disfrutar de un ristretto y de un babà.
Nápoles es a la vez decadente y majestuosa. Quizá en ello radique su incomparable encanto. Por los días en que me tocó visitarla, las obras del metro habían tenido que ser paralizadas a causa del hallazgo de un trozo de puerto griego que involucraba todo un pantalán con dos galeras completas amarradas a él. Hasta dos ciudades subterráneas pueden hallarse bajo la Nápoles de hoy, y en la superficie —entre el polvo y el ruido y las ruinas de sus palacios— es capaz de albergar las realidades más contradictorias.
Entramos en el barrio Chiaia y nos asomamos a la calle de las tiendas caras para encontrarnos con una escena que me descoloca. Haciendo cola frente a las puertas de Versace y de Gucci vemos a un grupo de señoronas vestidas de negro que parecen recién salidas de una película de Fellini. “¿Y esto?”, le pregunto a mi acompañante. “¿Tú qué crees?”, me responde. “Las familias de los capos que han salido de compras”.
La sede de la universidad en la que Majorana daba sus clases está ubicada en la avenida Umberto I. Desde ahí hasta el puerto hay 10 minutos andando y fue el último recorrido que se sabe que realizó. Con el fin de emularlo, dejamos atrás la plaza Bovio y, una vez en el embarcadero, nos subimos al primer ferri que encontramos.
El espectáculo resulta imponente. A medida que el barco se aleja, la bahía empieza a descubrir todo su señorío, con las islas de Ischia, Procida y Capri descansando sobre sus aguas, con el Vesubio como presencia excluyente, y con los castillos dell’Ovo, Nuovo y de Sant’Elmo dominando el entramado urbano. Poco a poco las antiguas fortalezas se van fundiendo con la ciudad moderna, como si a medida que nos distanciamos los tiempos empezaran a confundirse en sintonía con las teorías en las que Majorana trabajaba.
El Castel Nuovo es una fortificación renacentista edificada por los franceses en el siglo XIII. El Castel Sant’Elmo, en parte cavado en roca volcánica, domina la ciudad desde la colina del Vómero. El Castel dell’Ovo debe su nombre a una leyenda que dice que, durante su construcción, Virgilio colocó un huevo en la base de su estructura y que si un día llega a romperse, el castillo se vendrá abajo, trayendo toda clase de calamidades a la ciudad.

La cima del Vómero

Obtenida ya la perspectiva acuática, mi acompañante sugiere trepar a la parte alta. Después de un plato de cartoccio en la plaza Bellini —imprescindible para quienes disfruten de la buena pasta— nos montamos en un motorino y nos desplazamos a la cima del Vómero para sentarnos al pie del Castel Sant’Elmo a contemplar la imagen aérea de la bahía. La física en la que Majorana trabajaba afirma que una misma partícula puede hallarse en más de un lugar al mismo tiempo. Así, una vez desaparecido, él mismo empezó a ser visto aquí y allá en los sitios más diversos.
Hubo quien declaró haberlo conocido en Buenos Aires, otros en Venezuela y otros como monje de clausura en un monasterio napolitano. ¿Sería eso lo que se proponía, convertirse en una gran onda mecánico-cuántica que pueda estar en cada sitio en el que una conciencia lo imagine? Nunca lo sabremos. Lo único cierto es que, mientras el sol cae sobre la bahía de Nápoles, en algún punto ubicado entre el golfo de Sorrento y la isla de Capri se esconde el secreto de lo que pudo haber sido del gran Ettore Majorana.

Javier Argüello es autor de la novela A propósito de Majorana (Literatura Random House).


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