La Nápoles de Majorana

Publicado en EL PAIS, 7 de abril de 2015.

Napoles

Ubicada prácticamente en el centro del Mediterráneo, la ciudad de Nápoles posee una de las historias más ricas de toda Italia. Por decenas se cuentan sus ciudadanos ilustres, desde Giordano Bruno hasta Sophia Loren, pasando por Bernini y Enrico Caruso. Pero tal vez el misterio más grande que albergan las aguas de su bahía sea el de la desaparición del físico Ettore Majorana.
Considerado por sus colegas como un genio de la talla de Newton o Galileo, Ettore Majorana llegó a la Universidad de Nápoles a principios de 1938 para hacerse cargo del curso de Física Teórica. El viernes 25 de marzo de ese mismo año tomó un ferri hacia Palermo, Sicilia, dejando tras de sí dos cartas —una dirigida a su familia y otra al director del Instituto de Física— en las que anunciaba su propósito de no llegar a destino. “He tomado una decisión inevitable”, decía, “y espero que no vistan luto por mí”.
Al día siguiente, sin embargo, envió un telegrama desde Palermo en el que explicaba que “el mar lo había rechazado” y que pronto volvería para aclarar lo sucedido. Y parece ser que, efectivamente, al día siguiente tomó el ferri de regreso, pero esta vez sí que nunca llegó. A partir de ahí, las especulaciones se disparan en todas las direcciones imaginables. Desde el más evidente suicidio —por más que su cuerpo nunca fue encontrado— hasta voces como la del escritor Leonardo Sciascia, que plantea la posibilidad de que Majorana haya intuido el camino que la física tomaría —la construcción de la bomba atómica— y haya querido quitarse de en medio.
Mil novecientos treinta y ocho fue un año curioso para llegar a Nápoles. El aeropuerto de la ciudad acababa de ser inaugurado, así como las líneas de cercanías que la comunicaban con la provincia y los funiculares que llevan al barrio del Vómero, en la cima de una de sus colinas. Este periodo de bonanza se mezclaba con el ambiente de preguerra que empezaba a palparse en las calles.
Prueba de ello fue la clausura del gran café Gambrinus, acusado de ser un nido de antifascistas. Ubicado a metros de la plaza Plebiscito, del famoso teatro de San Carlo y de la imponente galería Umberto I, el café Gambrinus había constituido desde su construcción en 1890 el corazón cultural de la ciudad, reuniendo en un mismo espacio a artistas, periodistas, políticos y literatos. Afortunadamente, en los años setenta reabrió sus puertas completamente restaurado y hoy su barra vuelve a ser una cita ineludible para disfrutar de un ristretto y de un babà.
Nápoles es a la vez decadente y majestuosa. Quizá en ello radique su incomparable encanto. Por los días en que me tocó visitarla, las obras del metro habían tenido que ser paralizadas a causa del hallazgo de un trozo de puerto griego que involucraba todo un pantalán con dos galeras completas amarradas a él. Hasta dos ciudades subterráneas pueden hallarse bajo la Nápoles de hoy, y en la superficie —entre el polvo y el ruido y las ruinas de sus palacios— es capaz de albergar las realidades más contradictorias.
Entramos en el barrio Chiaia y nos asomamos a la calle de las tiendas caras para encontrarnos con una escena que me descoloca. Haciendo cola frente a las puertas de Versace y de Gucci vemos a un grupo de señoronas vestidas de negro que parecen recién salidas de una película de Fellini. “¿Y esto?”, le pregunto a mi acompañante. “¿Tú qué crees?”, me responde. “Las familias de los capos que han salido de compras”.
La sede de la universidad en la que Majorana daba sus clases está ubicada en la avenida Umberto I. Desde ahí hasta el puerto hay 10 minutos andando y fue el último recorrido que se sabe que realizó. Con el fin de emularlo, dejamos atrás la plaza Bovio y, una vez en el embarcadero, nos subimos al primer ferri que encontramos.
El espectáculo resulta imponente. A medida que el barco se aleja, la bahía empieza a descubrir todo su señorío, con las islas de Ischia, Procida y Capri descansando sobre sus aguas, con el Vesubio como presencia excluyente, y con los castillos dell’Ovo, Nuovo y de Sant’Elmo dominando el entramado urbano. Poco a poco las antiguas fortalezas se van fundiendo con la ciudad moderna, como si a medida que nos distanciamos los tiempos empezaran a confundirse en sintonía con las teorías en las que Majorana trabajaba.
El Castel Nuovo es una fortificación renacentista edificada por los franceses en el siglo XIII. El Castel Sant’Elmo, en parte cavado en roca volcánica, domina la ciudad desde la colina del Vómero. El Castel dell’Ovo debe su nombre a una leyenda que dice que, durante su construcción, Virgilio colocó un huevo en la base de su estructura y que si un día llega a romperse, el castillo se vendrá abajo, trayendo toda clase de calamidades a la ciudad.

La cima del Vómero

Obtenida ya la perspectiva acuática, mi acompañante sugiere trepar a la parte alta. Después de un plato de cartoccio en la plaza Bellini —imprescindible para quienes disfruten de la buena pasta— nos montamos en un motorino y nos desplazamos a la cima del Vómero para sentarnos al pie del Castel Sant’Elmo a contemplar la imagen aérea de la bahía. La física en la que Majorana trabajaba afirma que una misma partícula puede hallarse en más de un lugar al mismo tiempo. Así, una vez desaparecido, él mismo empezó a ser visto aquí y allá en los sitios más diversos.
Hubo quien declaró haberlo conocido en Buenos Aires, otros en Venezuela y otros como monje de clausura en un monasterio napolitano. ¿Sería eso lo que se proponía, convertirse en una gran onda mecánico-cuántica que pueda estar en cada sitio en el que una conciencia lo imagine? Nunca lo sabremos. Lo único cierto es que, mientras el sol cae sobre la bahía de Nápoles, en algún punto ubicado entre el golfo de Sorrento y la isla de Capri se esconde el secreto de lo que pudo haber sido del gran Ettore Majorana.

Javier Argüello es autor de la novela A propósito de Majorana (Literatura Random House).