Home »
Escrito por Javier Arguello
ERNESTO AYALA-DIP / 10 09 2015
Hace unos años, en estas mismas páginas, reseñé el libro de Javier Argüello El mar de todos los muertos (2008). Y escribí todo lo bueno que se puede escribir de una novela si te gusta y entiendes que ahí hay un gran novelista. Lo que no pude escribir entonces es qué iba a quedarme de esa lectura, además de su instantánea fascinación. Leída ahora la nueva novela de Argüello (argentino nacido en Chile en 1972 y radicado en Barcelona), A propósito de Majorana, vuelve a mi memoria la lectura de aquella. Como formando una conexión entre ambas, exigiéndose entre sí una unidad. Como si se tratara de un sistema literario propio.
Veamos de qué trata. Hay un periodista, Ernesto Aguiar, que es enviado a Nápoles para rastrear la desaparición del físico italiano Ettore Majorana en 1938. Hay el día en que Aguiar, que tiene una novia en Barcelona con la que va a casarse, se embarca en el velero de su amigo Ross, que viene de Buenos Aires para internarse en el Mediterráneo. Hay la curiosidad profesional de Aguiar por saber qué pudo ocurrirle a Majorana, después de tratar de entender su teoría física, muy en consonancia con las ideas del propio Aguiar sobre la naturaleza provisional y ambigua, incierta, de cualquier hombre sobre la Tierra. La teoría de que nuestras vidas dependen de un azar insondable, de que nuestro presente es el que es más el que pudo ser gravita sobre la novela como un hilo invisible que ata todas sus partes. La argumental, la temática y la formal. Y de esta manera, Javier Argüello logra una obra magistral.
La primera referencia literaria del caso Majorana, del que Fermi afirma que era tan importante para la ciencia como Galileo y Newton, es la novela de Leonardo Sciascia, La desaparición de Majorana. Allí, el escritor siciliano defiende que el científico no había soportado que sus descubrimientos en la física de los neutrones fueran a ser utilizados con los peores fines. La segunda puede ser La segunda desaparición de Majorana, del novelista “desaparecido”, según la clasificación de Vila-Matas, Jordi Bonells. Argüello entronca mejor con Bonells que con Sciascia. Más respetuoso con su línea filosófica, con su fuga metaliteraria. Quita a la cuestión dramatismo y énfasis detectivesco y mantiene viva la posibilidad de leer su novela como una investigación metafísica de la desaparición. Pero siempre se mueve en ese registro de levedad narrativa que necesita la complicidad del lector para sentir que está acudiendo a la fantástica cita que se le programa. Javier Argüello ha escrito la mejor novela sobre la poesía de la incertidumbre.
Leer Mas
Elena Hevia. El Periódico.
El crimen, el mal, el misterio, la violencia, la investigación, son ingredientes esenciales de la novela negra, una etiqueta de difícil concreción en la que tienen cabida tanto el enigma policiaco como el relato criminal puro y duro al estilo americano, y que en este siglo XXI parece impregnar buena parte de la literatura que se está escribiendo.
Posiblemente se han acabado los días en los que la -digamos- ‘alta’ literatura renegaba del género, aunque algún insigne -léase Borges- lo apreciase efusivamente. Hoy muchos escritores refinadamente literarios no tienen el menor reparo en reconocer deudas e incluso en cultivarlo. El mejor ejemplo de esta tendencia sería John Banville, uno de los grandes estilistas de la lengua inglesa, que firma sus libros serios con su nombre mientras se esconde bajo el seudónimo de Benjamin Black para sus ficciones criminales. Eso le permite ser dos escritores muy distintos al mismo tiempo facilitando la libertad y la deshinbición creativa.
La eclosión de lectores y títulos de la novela negra coincide en el tiempo con el hecho de que en España muchos autores literarios practiquen con naturalidad esa doble escritura. José María Guelbenzu y Alicia Giménez Bartlett, por ejemplo, lo hacen con éxito desde hace años. El último en llegar es Gonzalo Torné que acaba de lanzar su novela ‘Nadie debería irse a dormir’ (Reservoir Books). Bajo el seudónimo de Álvaro Abad ha imaginado la muerte de un bodeguero riojano -un aparente suicidio en el que las piezas no acaban de encajar- y ha puesto a investigar a un viejo policía con un oscuro pasado franquista en una trama de corrupción. «Mi intención ha sido el puro divertimento, tanto para mí como para el lector. Esta es una propuesta amable que no busca la truculencia pero sí la ligereza de ciertas series de televisión de los 80 como ‘Luz de luna’».
Contrapunto ligero
Muchos autores, Banville incluido, insisten en esa cualidad de contrapunto ligero a su ‘otro’ trabajo. Guelbenzu, por ejemplo, inventó a su juez Mariana de Marco como un respiro a un ‘impasse’ creativo de una de sus exigentes novelas. El respeto a las convenciones del género fue un relax para él. «En la novela policiaca se hace un viaje con un conocimiento absoluto de adónde se va. La alta literatura es cómo adentrarte en la selva con un machete», dice.
Sin embargo, para Carme Riera, que con ‘Natura quasi morta’ hizo una única incursión en el género y no sabe si reincidirá, el reto no fue sencillo: «Es un género muy exigente porque su lector también lo es y debes respetar una reglas que hay que dominar. Así que tengo la sensación de de haber escrito más en tensión, pese a que no se me exigía el adjetivo perfecto».
La visión del escritor andaluz Justo Navarro es algo distinta. Ha publicado ‘Gran Granada’ en su sello de siempre, Anagrama, donde a su libro le han impuesto el nuevo distintivo ‘Anagrama negra’, «una condecoración» con la que la editorial señala explícitamente sus títulos criminales antes más camuflados. Pero pese a esa intención editorial, Navarro se resiste a hacer distingos entre novela negra y novela literaria porque, lector infatigable desde niño del género, todas sus novelas tienen un nexo con él: «Para mí un crimen y la búsqueda del criminal supone también la búsqueda de un tiempo pasado. Por eso mi novela ocurre en los años 60, en los que salgo de la infancia y entro en la adolescencia. Es por lo tanto, una cuestión personal, pero también una forma de desentrañar la lógica interna de la sociedad. Además no la escribí pensando que sería una novela de género». Navarro asegura no haber cambiado aquí sus formas lingüísticas ni su forma de habitual en su segunda incursión en la novela negra tras ‘La casa del padre’.
Espíritu de denuncia
En parecidos términos habla Marta Sanz, autora de ‘Black, black, black’ y ‘Un buen detective no se casa jamás’. No hay diferencias. «El género me interesa para hablar de la violencia a dos niveles. La que ocurre en la realidad y la propia violencia de la novela negra que intenta ser seductora para el lector al que trata como un cliente. Creo que el género negro a principios del siglo XXI ha perdido el espíritu de denuncia que tenía originalmente; en Chandler, para entendernos. Él no pretendía ser cómodo para el lector. La novela negra actual es una especie de ‘chill out’».
Otro autor que al igual que Navarro encontró sin planearlo con una novela negra entre manos es el argentino residente en Barcelona Javier Argüello. ‘A propósito de Majorana’ (Random House) relata el caso real del físico cuántico Ettore Majorana que en 1938 desapareció misteriosamente en aguas del Tirreno. El libro es una ‘quest’ en el que Argüello no se ha limitado a imaginar; también investiga ese caso y con él, el lector. Admite Argüello que en Latinoamérica y especialmente en Argentina la literatura tiene pocos pudores frente al género. Así un autor tan respetado como Ricardo Piglia escribe una novela policiaca como ‘Plata quemada’. «Pero si tuviera que relacionar mi novela con otra -dice Argüello- yo diría que es con ‘2666’, de Bolaño, marcada también por la búsqueda de un personaje. Creo que cuando hay una investigación, todo relato acaba convirtiéndose en policial».
Leer Mas
Xavi Ayén – La Vanguardia. Extraño caso el del físico italiano Ettore Majorana, desaparecido misteriosamente en aguas del mar Tirreno el 27 de marzo de 1938, cuando solo tenía 31 años y sus investigaciones parecían seguir el mismo camino que iba a conducir a sus colegas del proyecto Manhattan a la bomba atómica. ¿Por qué se esfumó Majorana en un ferry que cubría el trayecto Palermo-Nápoles? La policía cerró el caso rápidamente, atribuyéndolo todo a «un propósito de suicidio». Pero nada quedó claro y el cuerpo no apareció. No es de extrañar que el asunto fascinara a escritores como Leonardo Sciascia o Jordi Bonells. Y, ahora, al argentino Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972), quien publica A propósito de Majorana (Random House), electrizante novela policiaca con el telón de fondo de la física cuántica.
El protagonista es Ernesto Aguiar, periodista argentino afincado en la Barcelona actual -como el propio autor-, redactor de obituarios al que su despótico jefe de sección envía a Nápoles para que escriba un artículo sobre aquella enigmática desaparición de hace más de 70 años. Aguiar «está un poco desorientado, no sabe por qué hace lo que hace en la vida» y se embarca junto al gringo Ross, estrambótico personaje, poseedor de «una sabiduría tangible, no académica», para protagonizar una singular travesía homérica, impregnada de sal y horizontes abiertos (no en vano el propio Argüello se saca a veces un sobresueldo como marino).
La narración alterna dos épocas, 1938 y 2012, y en ella Aguiar leerá mucho sobre física cuántica, y descubrirá, como hizo el autor, que Majorana descubrió «la existencia de varios órdenes de realidad que pueden coexistir», además de una partícula que es a la vez su propia antipartícula (aquí no tenemos espacio para explicarlo mejor).
«Majorana lo dejó todo muy bien montado para que pareciera un suicidio, con notas y todo… tan bien montado que levanta sospechas». De hecho, la tía abuela de Argüello -esposa del premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias- fue una de las personas que afirmó haber visto con vida a Majorana en la Argentina de los años 70. «Declaró públicamente que lo conocía de Buenos Aires, y la RAI envió enseguida un equipo de periodistas». Sin resultados.
El autor investigó mucho en Nápoles, junto a profesores de la universidad y con un policía que se entusiasmó con su búsqueda y lo llevaba a todas partes en motorino -y que le ha inspirado el personaje del comisario Espósito-. Esa ciudad caótica es descrita como un hormiguero que sintetiza «el desorden que acaba generando un orden».
Argüello ha sido gratamente sorprendido por la confluencia entre el conocimiento literario y el científico: «En el 2011 escribí el ensayo La música del mundo, acerca de las historias que nos contamos para construir la realidad, esa idea poética de los griegos de que la palabra crea el mundo… y lo he visto todo confirmado por la física cuántica, que sostiene que es la conciencia la que crea la realidad».
El personaje de Aguiar vivirá, asimismo, «su particular crisis de los 40, está a punto de casarse pero aparece una jovencita y duda en liarse la manta a la cabeza, no sabe si aceptar que ya está de retirada o seguir un poco más en ese juego de la conquista, arriesgándolo todo».
A destacar el final, casi metafísico, donde el autor asume el reto de narrar lo inefable, a la manera de Borges en El Aleph. «La idea de la totalidad, Dios o el destino, algo más grande que nosotros, ha sido un poco abandonada en la literatura de hoy pero es un concepto muy científico: la unidad de las partes en un todo».
Leer Mas
Publicado en El País, 15 de Septiembre de 2014.
El dato impresiona. Junto con ciudades como Reikiavik o Helsinki, Oslo se cuenta entre las capitales más septentrionales de la tierra. Pues desde Oslo hasta África hay la misma distancia que desde Oslo hasta Svalbard, nuestro punto de llegada. Así de cerca de la cima del mundo nos hemos venido.Svalbard constituye la última frontera a la que un barco puede asomarse antes de que los hielos eternos cubran la superficie del mar. Nosotros hemos llegado navegando en el velero Sterna en una travesía de varios días desde el continente europeo. Nuestro primer refugio lo constituye el fiordo de Hornsund, en el sur de la isla de Spitsbergen. La latitud es 77º Norte. Nos hallamos a unos 1.500 kilómetros del Polo Norte.
Rodeados de glaciares y armados con nuestro fusil —la ley obliga a llevar uno debido a la presencia de osos polares— bajamos a tierra en una playa que nos ofrece un paisaje lunar. Lo primero que nos encontramos es un pequeño zorro ártico que nos mira con ojos nerviosos, como si quisiera saber el motivo por el que estamos ahí. Avanzamos por la orilla rocosa, vadeamos un arroyo de deshielo y damos con los restos de una cabaña de cazadores que se eleva solitaria en la otra punta de la bahía. Cualquier construcción anterior a 1946 es considerada una ruina en Svalbard y protegida como tal, es por eso que a lo largo de toda su geografía pueden hallarse refugios de tramperos y cazadores en perfecto estado de conservación. El que nos encontramos no tiene más de cuatro metros cuadrados y una única ventana pequeña. Al entrar damos con una especie de despensa que aún contiene latas de conservas y algunas botellas vacías. Sobre la mesa hay dos hachas y algunas otras herramientas, y un poco más allá, junto a la estufa de hierro que preside la estancia, se reparten un par de ollas, un cazo y algunos cubiertos oxidados. Se nos hiela el alma al pensar en la vida que llevaban los hombres que allí vivían. Es verano en Svalbard y el sol está alto en el cielo las 24 horas. Llevamos días sin conocer la oscuridad y el ánimo empieza a verse algo afectado, pero no es nada en comparación con lo que deben haber soportado esos individuos en la noche perpetua del invierno polar.
En 1920, el mismo tratado que reconoció la soberanía noruega sobre Svalbard autorizó a algunos otros países a explotar sus recursos naturales. Compañías inglesas, holandesas y españolas establecieron allí sus bases balleneras, y del mismo modo se levantó el poblado minero ruso de Barentsburg, nuestra siguiente parada. Un pueblo posapocalíptico. Una serie de barracas semejantes a dormitorios de tropa o pabellones de prisioneros descansan sobre las laderas ennegrecidas por el carbón, y una sinfonía de tuberías, grúas oxidadas y maquinaria en desuso completan el cuadro. En sus épocas de esplendor, Barentsburg llegó a contar con más de 2.000 habitantes. Arktikugol es el nombre de la compañía que ha explotado sus recursos durante más de medio siglo y que llegó a acuñar su propia moneda, con la cual los trabajadores podían hacerse con algunos productos en los comercios de la empresa. Hoy, ante la inminente clausura de la única mina que continúa en funcionamiento, Arktikugol está intentando reconvertir las instalaciones en destino turístico. Por ahora solo hay un hotel, que además de ofrecer habitaciones posee uno de los dos bares/restaurantes de la localidad. En la ladera negra de la montaña puede verse la boca de una antigua mina. Una estructura de madera soporta las vías por las que el carbón era transportado hasta el puerto en un recorrido que no parece haber sido planificado. Nada allí lo parece. Las estructuras que caen en desuso son abandonadas y a su lado se levantan las nuevas. Como si hubiera surgido espontáneo de la montaña y de las necesidades inmediatas a las que la minería en condiciones extremas obliga, el pueblo aparece como una herida en el paisaje cubierta de polvillo negro.
Nuestra última parada es Longyearbyen, el mayor asentamiento del archipiélago, la residencia del gobernador y el punto de partida de las excursiones turísticas, que representan la principal fuente de ingresos de la zona. Casas bajas y de colores vivos constituyen su centro urbano. A un par de kilómetros del pueblo se encuentra el Banco Mundial de Semillas, una estructura subterránea a prueba de terremotos y bombas atómicas que salvaguarda la biodiversidad de las especies comestibles del planeta en caso de que ocurra alguna catástrofe. En el pequeño cementerio que hay en las afueras, hace 70 años que no se entierra a nadie. Alentados por la fantasía de una criogenización espontánea, muchas personas mayores o enfermas empezaron a querer ser enterradas allí, lo que obligó a las autoridades a tomar medidas. Las instalaciones de Svalbard carecen —a propósito— de facilidades para ancianos y discapacitados, y si uno empieza a encontrarse mal, es inmediatamente subido a un avión y enviado de vuelta a casa. Morir es algo que está prohibido en Svalbard.
Longyearbyen constituye la última parada de nuestra aventura polar. A la mañana siguiente volaremos a Oslo y, desde allí, a casa. Por la tarde, al llegar, me sentaré en el balcón y esperaré pacientemente a que se haga de noche. Primer anochecer después de un día que ha durado varias semanas. En mangas de camisa me dedicaré a mirar las estrellas. Verano mediterráneo. Bendita oscuridad.
Leer Mas
Publicado en El País, 26 de Agosto de 2014.
¿Cuándo empieza un viaje? ¿Cuándo subimos al avión, en el momento de comprar los billetes o cuando empezamos a imaginarlo? Hacía ya dos semanas que estábamos en el norte de Noruega y hacía una que nos habíamos embarcado en el velero Sterna, pero fue sólo entonces, mientras dejábamos atrás la última punta del continente europeo para adentrarnos en el mar de Barents, que sentimos que el viaje realmente comenzaba. Desde que empezáramos a planificarlo -desde que compramos la primera camiseta térmica y miramos por primera vez en internet el clima de la región hacia la que nos dirigíamos- todo apuntaba al momento en que dejaríamos atrás el mundo conocido para internarnos en el Océano Glacial Ártico.
En torno a la mesa de cartas se organiza una pequeña reunión en la que se nos explican las normas que regirán a partir de ahora. Albert, el líder de la expedición, nos vuelve a dar la bienvenida, nos pone al tanto de los procedimientos de seguridad, nos asigna funciones específicas y nos explica la ruta a seguir. Si bien los icebergs debieran empezar más arriba, como medida de precaución todo el tiempo habrá dos de nosotros oteando el horizonte por lo que pudiera pasar. Fin de la reunión. Un aplauso surge espontáneo de las manos de los presentes. Como si recién nos encontráramos, nos saludamos, nos deseamos suerte y nos preparamos para zarpar.
Los primeros momentos de un viaje como ese están cargados de expectación. La velocidad a la que se mueve un velero –incluso el Sterna, que es de navegación rápida- no supera en promedio los veinte kilómetros por hora. La tierra tarda horas en perderse de vista y la sensación de que no se avanza puede llegar a resultar incómoda. Poco a poco, sin embargo, el ánimo se va desprendiendo de los tiempos de tierra para impregnarse del ritmo de a bordo, en donde el reloj se desdibuja y cada cosa encuentra su lugar. Una charla sobre la carta de navegación toma el tiempo que toma. Poner agua para un café y compartirlo en cubierta observando las olas cruzar la proa puede llenar parte de una jornada. De nada sirve impacientarse ni querer avanzar acontecimientos. La primera lección que el mar enseña es que las cosas llegarán cuando tengan que llegar. No llevamos ni veinte millas cuando el chorro de una ballena asoma por la popa. Más tarde aparecen los delfines que nos acompañarán gran parte del trayecto. Siempre es reconfortante –y dicen los marinos que de buen augurio- que vengan a saludar.
El mar de Barents debe su nombre a un expedicionario holandés del siglo XVI. En su intento de hallar el paso del noreste, Willem Barents llevó a cabo hasta tres intentos -todos fallidos- de rodear Siberia por el norte para encontrar una nueva ruta comercial a oriente. En el primer viaje se encontraron con un oso polar e intentaron subirlo a bordo. El jaleo que armó el animal una vez en cubierta fue tal que hubo que sacrificarlo. La isla junto a la que lo hallaron fue bautizada con el nombre de Isla del Oso y constituye nuestro destino inmediato. En su tercer y último viaje, además de encontrar la muerte en las costas de Nueva Zembla, Barents descubrió el archipiélago de Svalbard, nuestro destino final.
El sol permanece en el cielo de forma ininterrumpida pero son pocos los momentos en los que lo vemos brillar. Entre las nubes y la bruma, avanzamos envueltos por un silencio de nieve a través de unas aguas color petróleo. Al tercer día de travesía, de entre la densa niebla vemos aparecer la silueta afilada de la Isla del Oso, el único trozo de tierra entre el continente europeo y Svalbard, y sólo habitada por los nueve científicos de la base meteorológica allí instalada. No existe ningún medio de transporte regular que lleve a nadie hasta ahí. El lema del Sterna (“todavía quedan lugares en la tierra a los que sólo se puede llegar desde el mar”) se cumple aquí a la perfección. Una yerma ladera que sube desde el embarcadero exhibe los antiguos raíles que traían el carbón desde una mina ahora abandonada. Junto a ellos, los restos de la cabaña más vieja que aún se conserva. Un cartel anuncia el año de su construcción: 1822.
Finn, el director, nos recibe en la puerta de la base. Separadas unos veinte metros unas de otras, se encuentran las casetas de los cuatro huskys que acompañan al personal en sus paseos y que avisan de la posible presencia de un oso polar. Al entrar nos encontramos con las botas y los trajes térmicos colgados en fila y con una serie de fusiles, cada uno con el nombre de su dueño, dispuestos junto a la puerta. También vemos las fotos de los distintos equipos que por ahí han pasado. Las armas, los científicos y el asilamiento extremo, nos hacen pensar en películas como La cosa o El resplandor. A lo largo de todas las instalaciones se pueden encontrar armeros con rifles y munición listos para ser usados en caso de que un oso haga acto de presencia. Al parecer el nombre de la isla no se queda en una mera anécdota. Después del tiburón blanco y de la pantera negra –y por encima del león y del tigre-, el oso polar es el tercer carnívoro más peligroso del planeta.
Finn tiene alrededor de setenta años. A los diecisiete entró a trabajar en la marina mercante y dio varias vueltas al mundo. Luego regresó a Noruega, formó una familia y se incorporó a la armada como personal civil en la rama de inteligencia militar, pero de eso no puede hablarnos porque si no nos tendría que matar, bromea. Ya ha perdido la cuenta de las temporadas que ha pasado aquí. Los turnos son de seis meses y cada vez hay que volver a postular. Puede tocar en invierno o verano. Talleres de carpintería, electrónica y mecánica sirven de entretenimiento para las horas muertas. Cuando el tiempo lo permite, se puede salir a dar un paseo de un par de días, para lo cual hay dispuestas nueve cabañas a lo largo de la geografía de la isla.
Por la noche cenamos temprano y, si bien la charla es escasa, somos testigos de la camaradería que existe entre los integrantes del equipo. Luego pasamos a un salón decorado con la piel de un oso en el que se comentan las incidencias del día. El código es indiscutiblemente masculino. Finn me explica que se parece mucho a la tripulación de un barco. Steinar, el mecánico, me cuenta que es su primera temporada en la base. Luego de años de trabajar como ingeniero en empresas automotrices fue asignado a un puesto ejecutivo en oficinas, y al cabo de un tiempo sintió la necesidad de volver a ensuciarse las manos. Su mujer estuvo de acuerdo y él considera que incluso para la salud de la pareja es beneficioso ese tiempo de soledad. Es la primera vez en su vida que consigue dejarse la barba. A su mujer no le agrada como le queda.
A la mañana siguiente nos despedimos de la base y sus moradores y volvemos a hacernos a la mar. Navegar a vela es una de las actividades más antiguas que existen y, salvo algún detalle técnico, poco ha cambiado desde que los primeros hombres se atrevieron a practicarla. Más allá de algunas mejoras puntuales y de los modernos sistemas de geoposicionamiento, una vez que se ha salido las únicas leyes que rigen son las del viento y las del mar. Me recuesto en mi litera y abro el libro que estoy leyendo. En la proa del Sterna la solemne inmensidad del oleaje. Próxima parada Svalbard: el último trozo de tierra antes de que los hielos eternos cubran el Océano Glacial.
Leer Mas
Publicado en El País, 12 de Agosto de 2014.
Vistos desde el aire, los fiordos noruegos parecen un rompecabezas de islas que se desgrana en el océano. Desde la cubierta del Sterna el rompecabezas se convierte en un laberinto que debemos sortear para salir al mar.
Dejamos Tromsø por la mañana. Luego de una parada en la gasolinera nos internamos en los canales. El paisaje de fiordos es imponente, a mitad de camino entre una película de hobbits y el primer día de la creación. Las tierras altas de noruega han sido talladas por el frío. Son pocos los meses del año en los que la nieve deja ver las cumbres, cortadas a cuchillo sobre un mar gris metálico, templadas a fuego vikingo y enfriadas en el océano glacial. La primera vez que me asomé a las oficinas del Sterna, el velero en el que viajamos, me encontré en la pared con un mapa del polo norte visto desde arriba, el polo en el centro y alrededor los territorios del círculo polar. Recuerdo el vértigo que la imagen me generó, como si estuviéramos a punto de subir a la cima del mundo.
Rodeados de picos nevados avanzamos a motor sobre un mar que es un espejo. Aquí y allá se levantan los perfiles de las islas, piedra nevada de tiempos remotos que cae al agua en laderas pobladas de pinos. El sol avanza horizontalmente en el cielo y las nubes se despliegan estiradas por los vientos de altura. En los valles, donde las laderas se convierten en prados, cada tanto aparece alguna casa solitaria que hace pensar en el modo que tienen sus habitantes de llegar hasta allí. En cubierta el pasaje no hace otra cosa que mirar. Prismáticos, fotografías, y el disco duro de la mente que no para de registrar.
La primera parada la hacemos enReinfjord. Se trata de un caserío de unas veinte o treinta cabañas. La vegetación celebra los primeros días del verano y engalana los jardines con ramos de flores y hierbajos. Lo primero que salta a la vista cuando nos acercamos es una estructura gris de madera suspendida sobre pilotes que parece albergar alguna clase de factoría. Al espiar por la ventana de lo que parece la nave central descubrimos que se trata más bien de un club social. Sillas y bancos se amontonan en un rincón de la sala y unos altavoces confirman que se trata del escenario de las celebraciones locales. Avanzamos hasta el muelle y nos encontramos con Ivar, que acaba de volver de faenar con la barca llena de salmones. Mientras le ayudamos a descargar nos cuenta que, efectivamente, el sitio había sido una antigua factoría de gambas peladas que en los años sesenta dio lugar a la población de Reinfjord. Cuando cerró, en los noventa, el banco se la vendió por un buen precio, y actualmente la utiliza como embarcadero para sus lanchas, como garaje para sus motos de nieve y como almacén para salar y secar sus capturas. Con sesenta y cinco años y toda una vida de trabajo -que incluyó algunos años en la armada noruega, otros en un barco carbonero que traía el mineral desde Svalbard y finalmente una empresa propia de electrónica naval- ahora disfruta de su jubilación, vive en Tromsø y se pasa el mes de julio en Reinfjord, donde recibe la visita de sus hijos y nietos. Su tío Leif es uno de los cinco habitantes permanentes del pueblo. A su muelle llega semanalmente el pedido de víveres para toda la comunidad.
Nuestra segunda parada es en Seiland, un poco más al norte que Reinfjord y más salvaje si se quiere. Los poblados que hay por la zona en general se organizan en torno a alguna casa comercial. En este caso se trata de una pesquera fundada por los abuelos de André –la persona que nos recibe en el embarcadero-, y que también ha caído en desuso. La madera con la que fue construida la compró el abuelo de André en un local de desguase y había pertenecido a un campo de prisioneros rusos. Cuando André era niño aún podían leerse los nombres de los prisioneros pintados en los tablones. El paso de los alemanes por la zona fue especialmente duro sobre el final de la Segunda Guerra Mundial. Con la intención de no dejar nada al ejército ruso, se dedicaron a quemar todo lo que encontraron a su paso al retirarse. Una de las pocas casas que quedó en pie fue la del abuelo de André.
Desde el mar, Seiland parece tener menos de veinte casas. Cascadas de deshielo y laderas rocosas acompañan el verde eléctrico de las coníferas y de la vegetación en general. La tienda de André es el único lugar de encuentro del pueblo. Además del pequeño supermercado tiene una gran mesa rodeada de sillas que hace las veces de cafetería. Sobre la misma puede hallarse una colección de periódicos y revistas. André es de ascendencia sami por parte de padre. Su bisabuelo era chamán y le enseñó las artes a su abuelo, éste a su padre y su padre a él. André nos explica que a través de ciertas invocaciones sabe cómo cortar hemorragias y calmar dolores. Cuando era más joven solía llevar un anillo de oro y otro de plata, uno en cada mano. El de oro representa al sol y el de plata a la luna, y cuando quiere preguntar algo a los dioses –él prefiere entenderlos como fuerzas de la naturaleza-, pone ambos anillos sobre un tambor decorado con motivos rituales y comienza a golpearlo hasta que los anillos se ponen a bailar. Sus movimientos cifran mensajes que el chamán debe interpretar. Hace tiempo que ya no lleva los anillos porque según en qué épocas podía resultar conflictivo andar exhibiéndolos. El abuelo de André prefería explicar sus artes en términos del Dios cristiano. En el fondo da igual el nombre que se le dé, se trata siempre de las mismas fuerzas de la naturaleza, dice André.
Damos una vuelta por el pueblo y nos internamos por un camino que encuentra su fin al cabo de unos dos kilómetros. Luego de una curva desciende hacia el mar y se choca con la ladera de una montaña. André me explica que se trata del fin del mundo. Cuando era pequeño pensaba que ahí se acababa el mundo, luego empezó a crecer y a explorar las montañas, y cuando había coronado todos los picos de la isla, empezó a mirar hacia la isla de enfrente. Ahí se dio cuenta de que el final del camino –el fin del mundo- era apenas el principio. En uno de sus muchos viajes por el mundo conoció a su esposa filipina en México. Hoy tienen tres hijos que constituyen el 75% del alumnado de la pequeña escuela de Seiland. Este año sólo contó con cuatro alumnos.
Dejamos Seiland y ponemos proa a Cabo Norte. Una bola de metal corona el acantilado que marca el punto más septentrional de Europa. A partir de ahí nos abre sus puertas elmar de Barents, puerta de entrada al Océano Glacial. Cabo Norte marca el final de un camino, pero también el principio de otro. André nos advierte de que tengamos cuidado ya que se trata de uno de los mares más salvajes de la Tierra. Todas las generaciones de su familia han perdido a alguien allí. Le pido que consulte a su tambor acerca de la suerte que correremos. André me dice que no hay que temer a las fuerzas de la naturaleza, que sólo hay que respetarlas. Mientras las respetemos, nos dice, podemos ir en paz.
Leer Mas
Publicado en El País, 26 de Julio de 2014.
En la ciudad noruega casi todo presume de ser lo más septentrional del mundo. Entre leyendas de linces y osos polares, un enclave que sirvió de trampolín para Roald Amundsen hacia el gran norte
El sol está alto en el cielo cuando aterrizamos en Tromsø. La hora, las 23.30. ¿Hasta qué hora tienen sol en esta época del año?, le preguntamos al taxista que nos lleva al puerto. Ya no se pondrá hasta fines de agosto, nos responde. Durante todo el día —y toda la noche— y durante los próximos dos meses, el sol brillará ininterrumpidamente en el cielo de Tromsø.
La ciudad de Tromsø (de unos 66.000 habitantes) se encuentra ubicada en una isla de los fiordos noruegos, a 71 grados de latitud norte. A 66 grados se encuentra la línea que delimita el círculo polar. Nunca hemos estado tan arriba en el mapa, y en esta ocasión se trata sólo del comienzo, ya que hemos venido con el objetivo de embarcarnos en el Sterna,un velero oceánico de 85 pies que, a las órdenes del navegante Albert Bargués, se propone alcanzar la latitud 80 norte, el límite geográfico para cualquier barco que no sea un rompehielos. Desde Tromsø subiremos a cabo Norte, la punta más septentrional de Europa, y desde allí nos internaremos en el océano Glaciar Ártico.
En Tromsø casi todo presume de ser lo más septentrional del mundo. Más adelante descubriríamos que se trata de una característica de la región en general. Nos damos una vuelta por la calle principal y pronto llegamos a la cervecería Ølhallen, la más septentrional del mundo y uno de los sitios más famosos de la ciudad. Fundada en 1927, pronto se convirtió en el punto en el que balleneros, pescadores y navegantes en general se reunían a beber y a intercambiar historias. El arte de contar historias llegó a popularizarse de tal manera que muchas veces el contador las iba declamando por entregas. Finalizada una primera parte se quedaba a la espera de que algún oyente agradecido le invitara a una cerveza, y si eso no ocurría se negaba a continuar. Uno de los más famosos clientes del Ølhallen fue el célebre Henry Rudy, cazador del Ártico que subió más de cuarenta veces a las regiones polares y se vanagloriaba de haber dado muerte a 713 osos polares él solo. Un gran ejemplar disecado de pie junto a la barra mantiene viva su leyenda.
Salimos a la calle y nos encontramos con una escena que nos desconcierta. El modo en que charlan los que fuman en la puerta y el volumen de sus carcajadas nos hace sentir que hay algo que está fuera de lugar. Una chica muy rubia pasa tambaleante y tres jóvenes se giran a piropearla. Uno incluso hace ademanes de bailar con ella en la distancia. Una moto pasa haciendo piruetas en su rueda trasera y un coche lleno de risas recorre la calzada lentamente con un animado jolgorio en su interior. Todo relativamente normal si uno piensa que son las dos de la mañana de un viernes. Lo que no encaja, comprendemos luego, es ese sol de mediodía que ilumina la escena.
La antigua comisaría
El siguiente bar es el Silvertsens Kafe. El americano que lo lleva nos cuenta que vino a Tromsø por amor. La relación no funcionó pero él decidió quedarse de todos modos. El bar ocupa las instalaciones de lo que fue la antigua comisaría. De hecho, la barra, ubicada en el piso de abajo de la gran casona, se encuentra emplazada en donde antes estaban las mazmorras. Dos particularidades completan el sitio: por un lado, se trata del único restaurante vegetariano de una región en la que la caza y la pesca están a la orden del día. Por el otro, cuenta con una sauna por la que el que quiere va pasando para, después de una ducha, seguir bebiendo renovado. Del otro lado de la bahía la catedral del Ártico enfrenta su imponente modernidad al estilo neogótico y de madera de los tradicionales templos católico y luterano de la ciudad.
Los primeros habitantes de la región de Tromsø se establecieron allí hace más de nueve mil años. Se trataba de los antepasados de los samis que aún pueblan la zona. Al día siguiente nos encontramos con Niels, uno de sus descendientes, quien nos lleva a las áreas de pastoreo de sus rebaños de renos. Se trata de un trabajo duro, sobre todo en el invierno. Niels recorre las montañas en la larga noche polar con su moto de nieve, cuidándose de no caer en lo que él llama el mal hielo. Una vez le ocurrió que se hundió en el agua a veinte grados bajo cero y apenas tuvo tiempo de llamar a su tío para que viniera a rescatarlo. Los pastores samis siempre llevan un teléfono sumergible con ellos. En otra ocasión disparó a un lince, predador natural de los renos, y cuando lo fue a buscar, el animal, todavía herido, le saltó sobre la espalda. Llegó a girarse con el tiempo justo de encajarle cuatro tiros en el estómago. De lo que más se lamentaba mientras nos lo contaba era de que la piel quedó inutilizable. La piel de lince, al parecer, se vende a muy buen precio. Niels nos cuenta que últimamente están teniendo problemas porque el Gobierno les está reduciendo drásticamente las áreas de pastoreo. Cuesta pensar en ese hombretón rubio que habla un inglés mejor que el mío como en un aborigen perteneciente a una minoría étnica en conflicto con el Gobierno.
Volvemos a Tromsø al atardecer y decidimos darnos una vuelta por el museo polar. La cabaña de madera que emula las de los primeros exploradores y las explicaciones acerca de la flora y fauna de la zona nos recuerdan hacia dónde nos dirigimos. Expedicionarios de la talla de Fridtjof Nansen, Roald Amundsen y Umberto Nobile se hospedaron varias veces en la ciudad camino del gran Norte. De hecho, entre los años 1926 y 1928 Tromsø estuvo en los ojos del mundo entero a causa de la expedición de estos dos últimos. Salimos del museo pensando que es un buen sitio para empezar nuestra propia ascensión a vela hacia el Ártico. Al día siguiente, cabo Norte: el fin del mundo conocido. Empieza el viaje.
Leer Mas
Damián Huergo – Página/12.
Son pocas las personas que en algún momento de su vida no pensaron en ser otras, en dejar atrás la costura delgada de la identidad, en soltar las responsabilidades y deseos –ajenos– que pesan sobre nuestros hombros como una segunda cabeza siamesa. Pocas también son las personas que se animaron a hacerlo posible, que desaparecieron intencionalmente, que quebraron el destino construido durante el resto de su vida. Al parecer, el físico siciliano Ettore Majorana fue uno de ellos. Según ese monstruo de inteligencia colectiva que es Wikipedia, Majorana desapareció sorpresivamente en el Mar de Tirreno en 1938, en un ferry que lo llevaba desde Palermo a Nápoles, tras haber sembrado dudosas señas sobre su presunto suicidio. Desde entonces el caso sigue siendo un misterio real y literario. Un misterio que ni siquiera fue revelado en su totalidad por el documentadísimo libro La desaparición de Majorana, del italiano Leonardo Sciascia. Un misterio que Javier Argüello –escritor argentino residente en Barcelona– intentó abarcar con el bisturí de la ficción; asimilando obsesiones ajenas como propias, rastreando motivaciones, recreando los sentidos y emociones de los personajes ante la experiencia de decir basta y seguir viviendo, con otra vida.
Las investigaciones en torno del asunto Majorana, en plena era del Duce, abrieron diferentes pistas e hipótesis. Una vez que se rasgó el velo del suicidio, para justificar la desaparición se apuntaron motivos religiosos y místicos. También se nombraron extraños juegos de máscaras por bares y hoteles de Argentina. Y, con especial énfasis, se enumeraron revelaciones apocalípticas –adjudicadas al propio Majorana–, acerca del progreso científico que paradójicamente desembocó en la destrucción nuclear. Es decir, los relatos posteriores se ocuparon de generar un móvil moral para justificar tamaña ausencia, que –aún hoy– no tiene explicación. En A propósito de Majorana, la última novela del nómada Javier Argüello, el encargado de rastrear las huellas señaladas será Aguiar, un detective-periodista que es enviado a Nápoles a investigar una desaparición que ocurrió antes de que naciera, en la Argentina.
Aguiar, al igual que Jake Gyllenhaal en el film Zodiac de David Fincher, es un personaje menor de la redacción de un periódico central, que se obsesiona de un modo íntimo y familiar con un caso –a priori– totalmente ajeno. A Aguiar, más que dilucidar el misterio, lo atrae comprender los motivos por los cuales una persona quiere desaparecer completamente. Cobijado en un noviazgo cómodo y tradicional, con las cuentas en orden gracias a un trabajo rutinario y monótono, e instalado en un territorio (Barcelona) propio y ajeno, Aguiar busca proyectar –y encontrar– en el otro desconocido las agallas que no tiene para seguir sus deseos, para dar un volantazo a su vida.
Argüello tuvo la astucia de basar la estructura de la novela en los principios de la física cuántica. En particular en la noción de totalidad, descubrimiento científico y filosófico del mismo Majorana. A propósito de Majorana está dividida en tres partes, en tres dimensiones, en tres tiempos y espacios diferentes que se van complementando como visiones concretas y características de una sola realidad. La primera capa sucede en el pasado cercano. Es un continuo entre Barcelona y el Mediterráneo occidental a bordo del Victoria, el barco timoneado por el Gringo, un antiguo compañero de secundaria de Aguiar que se lo cruza de “casualidad” previo a embarcarse rumbo a Italia. La segunda capa transcurre en el presente de Nápoles. Allí Aguiar lleva a cabo la investigación específica, a la vez que queda confinado por un asunto policial que lo tiene como sorpresivo culpable. Mientras tanto, se enreda neuróticamente con la joven y hermosa Valeria. Sobrevolando ambas ciudades y temporalidades, están los sucesos de 1938 y los ecos de los meses previos y posteriores –tanto en Italia como en la Argentina– en torno de la desaparición del científico.
A propósito de Majorana es un híbrido de reflexiones y de acciones encadenadas que motorizan la historia. Por momentos, la introspección del protagonista tiene brillos epifánicos, sea –por ejemplo– al asociar idas y vueltas entre argentinos y napolitanos o al armar precisos diálogos entre Aguiar y sus interlocutores. En otros tramos, los personajes son pensados mediante un lenguaje humorístico que cada tanto se regodea en un gag o en una comparación. Pese a ello, Argüello mantiene la trama hasta el final, logrando recuperar una historia real desde la ficción, llenándola de matices y de tacto. Una historia que sin la reconstrucción de la ficción parecería difuminarse en una niebla de sinsentido. Al fin y al cabo, citando la apertura de la web de Argüello, “¿Cuál es el límite entre la realidad y la ficción? Muy sencillo: si tiene sentido es ficción, porque la realidad no lo tiene”.
Leer Mas