El País, 14 de Enero 2006. 

Un grupo de turistas sentados en torno a una mesa pide zumos al camarero. Maracuyá con mango, ordena uno. «Papaya y abacaxi», dice otro. El moreno que los atiende asiente con aire ausente y se aleja luego sin prisas, descalzo por la arena. Al rato vuelve con el pedido. Alguno quiere degustar la bebida del compañero y pronto comprenden que a todos les han traído lo mismo. No sin cierta indignación se lo hacen notar al anfitrión. Sin alterar en lo más mínimo la parsimonia de su gesto, éste les pregunta si les agrada. Luego de intercambiar algunas miradas, los turistas no tienen más remedio que admitir que es muy sabroso. ¿Y entonces, cuál es el problema?, responde el otro.

La historia la cuenta una joven de Río de Janeiro para intentar dar una idea de la idiosincrasia que existe entre los habitantes de los poblados de la bahía de Todos los Santos. La idea que los extranjeros tienen de Brasil, explica, es la que nosotros tenemos del noreste: negros, tambores, samba y palmeras, cobijados por una mansedumbre ante la que sólo vale rendirse. Eso es el norte. Eso es la región de Bahía.

Toma un tiempo comprenderlo. Toma un tiempo bajar la guardia ante los constantes abordajes de los que se es objeto en las calles de Salvador, como si las barreras de la intimidad y la individualidad se hubieran desdibujado. Cualquier persona comienza de pronto a caminar junto a uno y a charlar de lo que sea para despedirse sin más en la siguiente esquina. Por la noche, en el Pelourinho -el barrio colonial en el que aseguran que el carnaval dura todo el año- reina la misma tónica: la inercia arrastra a todo el mundo en un único torrente de bailes y tambores que se mezcla con el aroma de los platos que allí se ofrecen, como si todo formara parte de una vibración tectónica que resulta imposible ignorar; como si hubiera una única música que desde hace muchos años dirige secretamente los pasos, las palabras y los bailes de esa gente, y a la que uno se halla automáticamente invitado.

Esclavos e iglesias

Sin duda la herencia africana tiene mucho que ver con esto. Para cuando la esclavitud fue abolida en 1888, un millón trescientos mil negros habían sido importados al Estado de Bahía, el doble de los que llegaron a la totalidad del territorio de Estados Unidos. Así, en los márgenes de la ciudad con más iglesias católicas por habitante -365, una para cada día del año- es posible hallar por la mañana los restos de las flores y los animales que tomaron parte la noche anterior en alguna ceremonia macumba.

Luego de algunos días de aquella agitación, el cuerpo pide un respiro. Existe un grupo de islas cercanas a Salvador -Cairu, Tinharé y Boipeba-, de las cuales la más austral es también la más atractiva. Vecina del Morro de San Pablo, Boipeba constituía hasta hace algunos años el destino de una excursión por el día que desde allí se llevaba a cabo. Hoy cuenta con unas cuantas posadas y con alguna modesta infraestructura turística, afortunadamente insuficiente para que los grandes operadores la incluyan en sus recorridos. Algunos datos ayudarán a darse una idea de sus dimensiones: 4.000 habitantes, que viven principalmente de la pesca, y cinco playas que se extienden hacia el sur del Rio do Inferno, entre las que se cuenta Moreré, considerada una de las más bellas de Brasil. Se trata de una costa de arena blanca e inmaculada, circulable a tramos sólo con marea baja, e interrumpida de vez en cuando por algún arrecife de coral o algún bosque de cocoteros que ofrece su sombra a la playa. El recorrido, a buen paso, se puede completar en dos horas, y es altamente probable que por el camino no se vea a nadie, a lo sumo un pescador volviendo de faenar o algún excursionista con el que se intercambian saludos a la orilla de un mar tibio y cristalino. Con la marea baja aparecen también, a pocas millas de la costa, unas piscinas naturales a las que puede accederse en barca y que se ofrecen como un paraíso para quien guste del submarinismo. Pulpos, esponjas de mar y peces de todos los colores se acercan sin miedo a saludar a los visitantes. Por la tarde, y a cambio de unos cuatro euros, puede comprarse a los pescadores un kilo de langosta que ellos mismos prepararán para ser tomada allí en la arena, acompañada de un agua de coco o de una cerveza bien fría.

Pescado en Boca da Barra

Para redondear el mapa mental del sitio, dos breves historias ayudarán a comprenderlo mejor. La primera ocurrió hace no mucho tiempo, cuando uno de sus habitantes decidió hacer traer un coche desde el continente. El revuelo que causó tal incorporación -nunca un bicho como ese había pisado la isla- condujo a una serie de protestas de los pobladores que obligaron a su propietario a devolverlo. La segunda tuvo lugar en uno de los barecitos que por la tarde ofrecen pescado en la Boca da Barra. Un individuo algo bebido sacudía un pasaporte sobre su cabeza y se lo enseñaba a la concurrencia. Al parecer había vivido un tiempo fuera de la isla, trabajando para la compañía petrolífera Petrobras, con lo que había tenido que tramitar sus documentos. Esto es un pasaporte, arengaba desafiante. ¿Alguno de ustedes tiene un pasaporte? Con esto yo puedo entrar en Estados Unidos si quiero. Los demás -que si no entendí mal, no tenían la menor idea de qué es lo que era aquello- ni siquiera se enteraron del motivo de la burla, y sin prestarle importancia continuaron con sus conversaciones. Conversaciones siempre escasas. No son muchas las palabras que se utilizan por allí.

En un viaje se puede aprender de lo que se ve y se oye, o disfrutar sencillamente de la comida y del paisaje. En el noreste de Brasil ocurre todo al mismo tiempo. Junto con las vistas más indescriptibles, se tiene ocasión de contrastar la propia idea del mundo con otra mucho más inmediata, compuesta de menos elementos pero en ningún caso más pobre. Natán, un chico al que conocí en una roda de capoeira, me explicó que de vez en cuando hacía artesanías en cerámica para vender a los turistas en las épocas de mayor afluencia. Y aparte de eso, ¿a qué te dedicas?, se me ocurrió preguntarle. Al principio creí que no había entendido la pregunta, luego comprendí que la incomprensión era más profunda. Con gesto confuso -inquieto casi-, Natán respondió: a nada. Aparte de eso -y de nadar y de comer, y de dormir cuando tenía sueño-, Natán no se dedicaba absolutamente a nada.


Leer Mas

El País, 29 de Octubre 2005

Sólo Dios es vencedor. Pienso en esa frase mientras atravieso la placeta de San Gregorio en dirección a Calderería Nueva, la calle de las teterías. Vengo bajando desde el Sacromonte. A mitad de camino, en la plaza Larga, detrás del mirador de San Nicolás, paré a comer algo. No sé si habrá sido el gazpacho o la paella, o la combinación de ambas, la que me dejó esta sensación de pesadez en el estómago. Seguramente en las teterías encontraré algún brebaje que la disipe.

La frase a la que me refiero es una de las muchas que decoran los portales y las paredes de los palacios nazaríes, en la Alhambra. Anoche estuve allí. Subí con el último autobús y recorrí en privilegiada soledad los cerca de 500 metros que separan la entrada de la Puerta del Vino, lugar en el que la visita da comienzo. Había estado antes, pero de día. El mismo camino que mis pasos recorrieron bajo el estrellado cielo de una noche sin luna lo había conocido atestado de turistas. Ahora, sólo los grillos se oían. La visita nocturna termina a las once y media, pero sólo hasta las once bajan los autobuses, con lo que luego de esa hora son contados los visitantes que se arriesgan a descender andando. Uno de los vigilantes con el que intercambio unas palabras me recomienda vivamente esta última opción. La noche es agradable y decido hacerle caso. En silencio observo la Alcazaba, la imponente dureza de su muro de piedra; luego me adentro en los palacios. Discretos focos lanzan haces de luz que dibujan figuras sobre las trabajadas paredes. El patio de los Arrayanes, la torre de Comares, el salón de los Embajadores con sus vistas nocturnas del Albaicín -desde allí, desde algún carmen, alguien también nos está mirando-, el patio de los Leones con sus columnas y la fuente.

El aire quieto

La intimidad de la penumbra favorece la evocación de alguna escena cotidiana ocurrida allí hace cientos de años: en una noche como ésta, los pasos de Mohamed V atraviesan la estancia en dirección al harén, en donde le espera su favorita. Una luna más resuelta que la que ahora se esconde le observa desde el cielo e ilumina la fuente. En el resto de las habitaciones, la corte descansa. En el patio, el aire está tan quieto como hoy. Con aquellos paisajes imaginarios en las pupilas, decido dar por terminada la visita.

Los colores de las telas y las voces de los puestos anuncian el comienzo de la calle de las teterías. El aire se ve invadido por los aromas de las hierbas que se confunden con el dulzor meloso de los pasteles de hojaldre, como si de un callejón de cualquier medina se tratase. El calor seco que la ciudad toma prestado de la sierra no llega a contagiar los rincones de sombra. Bajo las ramadas y los aleros, el aire es fresco y cortante; por la noche hará frío seguramente.

Entro al azar en uno de los locales. Deambulo por varios salones antes de dar con la dueña. La pongo al tanto de mi dolencia y ella me ofrece una mezcla de hierbas que ha bautizado con el nombre de Lágrimas de Boabdil, las mismas que vertió el último rey moro al entregar la llave de la ciudad a los cristianos, y las que le valieron toda la dureza de las palabras de su madre: «Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre».

En el Centro de Interpretación del Sacromonte me entero de la continuación de la historia. Parece ser que al término de la dominación musulmana, muchas familias nobles abandonaron sus tierras con la esperanza de volver un día, y temerosos de que en el camino les robaran sus pertenencias, las escondieron entre los olivos del monte de Valparaíso. Al ser liberados, sus sirvientes -de raza negra en su mayoría- se dedicaron a buscarlas y a cavar en la roca lo que pronto se convertiría en sus viviendas, las cuevas del hoy llamado barranco de los Negros. Posteriormente las compartirían con los gitanos que llegaron como herreros y caldereros acompañando a los ejércitos de los Reyes Católicos. La oportuna leyenda de unos supuestos libros plúmbeos que un erudito morisco falsificó con el fin de subrayar los rasgos comunes entre el cristianismo y el islam colaboró en la buena integración política e ideológica. Atribuidos a un discípulo de san Cecilio, constituyeron la fundación de los montes sacros, agrupados luego bajo el nombre de Sacromonte.

En el bar Eshavira

Dejo la Alhambra y bajo a la ciudad a través de una ladera poblada de olmos y de castaños. Poco a poco, los árboles van dando paso a las abigarradas pensiones de la cuesta de Gomeres. No tengo sueño aún. Atravieso la cuenca del Darro y me adentro por la calle de Elvira hasta una plaza escondida en el centro de una manzana, en donde un cartel anuncia la entrada del bar Eshavira. No hay turistas dentro, me lo habían advertido. Sólo palmas y guitarras que se dejan oír entre un nutrido grupo de rostros aceitunados y de miradas hondas. En la vida hay que saber estar y saber dejar estar, me dice uno que tengo al lado. Yo asiento respetuoso y chocamos nuestros vasos.

La infusión me ha sentado bien. Salgo de nuevo a la calle. El sol ha bajado un poco, y su brillo anaranjado otorga a la estampa un aire importado de las tierras de los sultanes. Antes que los árabes, estuvieron aquí los visigodos, y antes, los romanos y los griegos y los cartagineses. Luego vinieron los cristianos, y a saber quién vendrá después. Sólo Dios es vencedor, proclamó alguna vez Zawi ben Zirí, fundador de la dinastía que daría nombre a la época más gloriosa de la ciudad. Dejo la calle de las teterías, fin del recorrido. Sólo Dios es vencedor, pienso. Que así sea.


Leer Mas

El Pais, 06 de Agosto 2005

Alguna vez oí decir a un pescador que las olas en sí no presentan furia alguna, que es el viento el que las vuelve temibles. «Si por ellas fuera», dijo, «serían mansas como las ballenas». Hace algunas semanas -y en las también mansas aguas de la Península Valdés- pude evocar en más de una ocasión aquella frase.

La Península Valdés es una reserva natural ubicada a unos 1.400 kilómetros al sur de Buenos Aires, en las frías aguas de la Patagonia argentina, y es también el lugar escogido por una numerosa población de ballenas francas australes para aparearse, dar a luz y enseñar a sus crías las primeras lecciones de vida y conciencia. La forma más fácil de acceder consiste en volar hasta Puerto Madryn, y recorrer luego por tierra los 77 kilómetros hasta la reserva. Una vez allí, y desde las playas de Puerto Pirámides -único asentamiento de población en todo el parque-, resulta sencillo contratar los servicios de una de las muchas empresas que se dedican al avistaje, y compartir así una mañana con estos gigantes del mar. Personalmente recomiendo evitar las embarcaciones de gran envergadura y decantarse por los semirrígidos para la expedición. El tamaño de los mismos y la distancia que separa sus bordas de la superficie contribuyen a que casi se pueda tocar a los cetáceos, además de que el número de turistas que los prefiere suele ser inferior, lo cual siempre es de agradecer.

Advertidos de todo esto contactamos con Fernando, patrón de una de las lanchas de la empresa Moby-Dick, y de quien una amiga nos había dado las mejores referencias. La excursión, nos informan, durará unas tres horas. Nos calzamos los chubasqueros y los salvavidas que nos han facilitado y, como astronautas camino de la nave, bajamos la barranca que conduce al embarcadero. A los 20 minutos de haber zarpado, Fernando apunta su dedo hacia el horizonte y coloca la proa en esa dirección. Transcurridos otros 10 reduce la marcha hasta detenerse, y entonces apaga el motor. Es todo un momento aquél. Tras el ruido y los golpes que da la lancha contra el agua -y el viento helado que hiere el rostro y hace saltar lágrimas de los ojos-, de pronto reina la calma. La superficie del mar se muestra amable y el sol comienza a entibiar los cuerpos, permitiendo incluso que nos desabriguemos un poco.

Entonces ocurre. Así, de repente, se oye un ruido en el agua seguido de un hondo resoplido, y al girar nos encontramos con que han aparecido. A escasos dos metros de la barca asoma el negro lomo de una madre seguido del no menos impresionante torso de su hijo, ambos cubiertos de blancas callosidades. Parece ser que gracias a estas manchas se las reconoce e identifica. Hay muchas que tienen incluso nombre propio y a las que se recibe cada año como a una habitual visita. Antonia, Alicia, Docksider o Josefina son algunas de las veteranas que en más de una ocasión han venido a presentar a sus crías. Al parecer dedican tres años a cada una. En el primero se desarrolla el embrión, en el segundo lo amamantan y en el tercero le enseñan los secretos de la vida en el mar. Entre temporada y temporada viajan hacia el sur. Es en aquellas gélidas aguas australes donde encuentran abundancia de plancton y de krill, el microscópico alimento que engullen por toneladas a través de las barbas que revisten sus bocas, y que sirve de sustento a sus desmesuradas existencias.

Crías de cinco metros

  Mientras miramos un par de ellas, un nuevo ruido se oye a nuestras espaldas. Se trata de otra madre que trae a jugar a su pequeño. Las hembras adultas pueden llegar a medir hasta 16 metros, y las crías -los pequeños-, entre cuatro y cinco, es decir, la eslora total de nuestra embarcación. Este nuevo retoño se muestra más curioso que su compañero. Cuando ambas madres se alejan y el otro sigue a la suya, éste -al que hemos decidido bautizar poco imaginativamente con el nombre de Niño- parece tener ganas de quedarse un rato. Fernando nos explica que sienten curiosidad por la barca y que, como nunca nadie los ha molestado, no se muestran temerosos. «De hecho», advierte, «no se asusten si decide rascarse contra el casco, suelen hacerlo». Cerca de 15 minutos se quedó con nosotros. A ratos se metía bajo la embarcación y, a pesar de que Fernando sonreía y nos aseguraba que no había de qué preocuparse, a más de uno debió de pasársele por la cabeza la imagen de los tebeos en la que el chorro de la ballena levanta una lancha por el aire. En una ocasión se quedó muy quieto y con la trompa casi tocando nuestra borda. Intenté por todos los medios dar con sus ojos para saber si me miraba, pero ni siquiera logré establecer los límites de la cabeza. A menos de un metro de distancia parecía que nos observásemos, él flotando y yo de pie. En determinado momento hice el gesto de agacharme y, apenas me moví, el Niño se hundió con urgencia. Luego volvió a emerger. La reacción fue tan clara que comprendí que me miraba como yo a él, y una tibia emoción me heló el estómago. Cuando la madre vino a buscarlo, tuvo que insistir un par de veces antes de que aceptara irse con ella.

Verlas moverse es narcótico. La madre pasa por debajo del pequeño y éste se gira al verla pasar, y ahí se queda, de costado, con una aleta fuera del agua. Luego la sigue y, a una señal irreconocible para nosotros, ambos levantan la cola y desaparecen rumbo a las profundidades. Se hace imposible no pensar en el silencio. Por más que afuera haya tormenta, bajo la superficie el mar siempre está calmo. Tal vez acostumbradas a ese letargo aprendieron a moverse como lo hacen, lentas, soñolientas, mansas.

Cabeza abajo y cola afuera

Un poco más adelante nos encontramos con una cola que sobresale recta y quieta, como si de una boya se tratase. Fernando explica que muchas veces se colocan así, cabeza abajo y cola afuera, como si descansasen. «¿Es eso lo que hacen?», le pregunto, y él me contesta que es una de las posibles explicaciones. Hay quien dice que es una postura de escucha a lo que alguna compañera esté informando, y que los saltos que dan a veces también representan una suerte de mensaje. Lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta cómo interpretarlos.

No sólo hay ballenas en la Península Valdés. Quien quiera recorrerla podrá disfrutar también de sus colonias de elefantes marinos, de sus loberías de lobos de un solo pelo y de sus pintorescas comunidades de pingüinos de Magallanes, así como de los guanacos y zorros que se cruzarán por el camino. Para los que elijan conducir el propio vehículo, dos recomendaciones de carácter técnico: primero y principal, cargar combustible en Puerto Pirámides, ya que serán largos los kilómetros en los que no habrá ocasión de hacerlo. Y segundo, limitar la velocidad a unos 50 kilómetros por hora, ya que el camino de ripio puede llegar a ser muy traicionero para quien no conozca sus secretos.

El final de la excursión deja a todo el mundo sedado. Nos despedimos de nuestro guía y subimos al coche. Quedan todavía unos cuantos kilómetros de horizontes patagónicos antes de alcanzar el hotel. El camino es silencioso. El sol se pone diferente en aquellas latitudes y las nubes forman un escudo dorado que enciende la estepa. Hacia allí se escapan los ojos mientras uno repasa lo visto. Callados y detenidos, sin ganas de moverse, borrachos de mar y de aletas, mansos, como ellas.


Leer Mas