Cliente: La Caixa

Agencia: Shackleton

Desafío: Reposicionamiento marca Obra Social La Caixa.


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Cliente: Penguin Random House Grupo Editorial

Productora: Goroka

Desafío: Promoción libro A propósito de Majorana


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Cliente: Infojobs

Agencia: Shackleton

Productora: Mamma Team

Desafío: Contar un día de trabajo en Infojobs.
Realización: Se le dio a cada uno de los empleados un teléfono con cámara para que filmaran distintos momentos de su día. La idea era que fueran ellos mismo quienes contaran la forma particular que tienen de trabajar y que hace de la empresa lo que es.


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Cliente: Republic Group

Agencia: Contrapunto

Productora: Ovideo

Desafío: Mostrar de manera ágil y amigable las distintas empresas que integran el grupo y sus sedes alrededor del mundo.

Realización: Se ideó un concurso interno en el cual los empleados jugaban por un viaje para conocer otra de las sedes del grupo. El guión cuenta el viaje de cada uno a encontrarse con sus compañeros en otro país.


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El País, 28 de Febrero 2014

¿Le gustaría unírsenos esta mañana? Hoy tenemos un servicio muy especial”, me dijo la elegante mujer inglesa que me recibió a las puertas de la iglesia del Rey Charles, en Falmouth. Se trataba del Sea Sunday (el domingo del mar), la festividad que una vez al año homenajea a todos los hombres y oficios que alguna relación tienen o han tenido con el mar. Tratándose del sitio del que se trataba, uno podía imaginar que serían pocos los lugareños que permanecerían ajenos.

La historia de Falmouth (25.000 habitantes) ha estado desde siempre ligada al mar. Yo mismo había llegado hasta ahí para unirme a la tripulación del Sterna, un velero oceánico que, bajo las órdenes del navegante catalán Albert Bargués, partiría al día siguiente hacia Barcelona. Encontrarme, pues, con que ese domingo se celebraba la misa del mar se me antojó de pronto como una feliz coincidencia.

Desde que en 1540 Enrique VIII mandó construir el castillo de Pendennis para defender el estuario de Carrick Roads, la gente que se instaló en la zona desarrolló una estrecha relación con el mar. No se trataba necesariamente de marineros, sino de mineros, pastores y comerciantes, pero ninguno podía estar ajeno a los posibles ataques de los piratas o a los barcos que venían a traer o llevar mercancías. Antes de la llegada del vapor, y frente a lo duro que muchas veces se les hacía a los veleros entrar en el canal, aquella punta suroccidental de la isla —el lands end— representaba el primer refugio para quienes venían desde el océano. Durante siglos, todo el correo de Inglaterra llegaba y partía desde Falmouth, lo que explica que el monumento que decora la plaza esté dedicado a los hombres que se ocupaban de repartirlo en carreta por la isla. Desde Falmouth partieron también Robin Knox-Johnston, el primer hombre que completó una vuelta al mundo en solitario y sin escalas, y Ellen MacArthur, la mujer que lo ha hecho en la menor cantidad de días. Lo que en otros sitios representa una opción romántica —salir a navegar para vivir la experiencia del contacto directo con el mar—, en Falmouth constituye una ineludible forma de vida.
Todo en Falmouth respira humedad y salitre. Las gaviotas son una parte tan importante del paisaje que si llegan a anidar en el tejado de alguien está prohibido por ley que ese alguien las moleste. La elegante mujer inglesa que tan amablemente me recibió a las puertas de la iglesia me explicó que el servicio no empezaría hasta el mediodía, con lo que decidí aprovechar la mañana para recorrer un poco el lugar. Siguiendo la calle principal, que serpentea adecuándose a los caprichos de la costa, descubrí un callejón que bajaba hasta el mar. Una arcada de piedra lo presidía, y en los cincuenta metros que se extendían hasta el agua me encontré con un taller tradicional de talla de mascarones de proa —The Bosun’s Locker— y con el Crab and Oyster Bar, al que volveríamos por la tarde. Las casas de piedra recia descansaban a la orilla de un suelo humedecido por la bruma. Sobre la arena mojada que el mar había dejado al retirarse descansaban las barcas de pesca que habían vuelto de la faena.

Un poco más allá me encontré con el muelle Príncipe de Gales. Excursiones en barca parten desde allí para visitar los castillos de Pendennis y Saint Mawes, así como los puntos emblemáticos de la bahía. Fondeados en sus aguas, los más bellos veleros exhiben sus proas a un viento que no cesa. Destacan las embarcaciones tradicionales de pesca de ostras, con sus largos botalones y sus proas espigadas. Preguntando me enteré de que la ostra ha de pescarse a vela, lo que da una buena idea de la pericia de sus tripulantes. La mayor parte de los rostros que por allí circulan parecen sacados de una película de cazadores de ballenas. Al dejar el muelle, el hambre me obligó a entrar en un negocio de comidas. Pregunté por algún plato típico y me ofrecieron un cornish pasty, una especie de empanada rellena de carne y verdura que al parecer era la base de la alimentación de los mineros del estaño. El relleno salado se interrumpe al llegar al final, en donde aguarda un último bocado dulce. El pasty tradicional, me explican, es tan completo que incluye el postre.

Vuelvo a la calle principal atraído por una música solemne. Se trata de la banda que preside el desfile de los veteranos de la Royal Navy, los cuales, con uniformes de gala y el pecho cargado de medallas, llegan para unirse a la fiesta del mar. Con un respeto cercano al temor los sigo hasta la iglesia y veo cómo entregan sus coloridos estandartes al cura, el cual los va desplegando sobre el altar mayor. La misa es una especie de canto a la tradición marinera del país más marinero y tradicional de la tierra. Cuando el párroco sube al púlpito para dar su sermón, me convenzo de que me he colado en una escena de Moby Dick, tan llenas de anclas y de horizontes las palabras que salen de su boca.

La misa termina con la oración de Nelson pronunciada a coro por los asistentes. A continuación suena elGood save the Queen al tiempo que los estandartes, ya recuperados por sus dueños, se inclinan en señal de despedida. Dejamos Falmouth entre la bruma. Las verdes laderas de la costa inglesa se mezclan con el gris del mar y del cielo. Hay algo solemne en dejar estas costas que dejaron antes tantos marinos ilustres y no ilustres de todas las épocas. Una vez terminado el servicio, me quedo charlando con la elegante dama inglesa. Le cuento de nuestra travesía y ella insiste en presentarme al párroco. Lo pone al tanto de mis planes y el hombre pronuncia complacido el nombre de Barcelona. Son unos cuantos días hasta allá, me dice, que Dios los guíe y los bendiga. Una vez a bordo, me aseguro de transmitir la bendición al resto de la tripulación delSterna.


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Workshop realizado el 30/09/2013 en Complot, escuela de creativos hecha por creativos.

 


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El Pais, 11 de Octubre 2013

Y esta de aquí es la curva del coño, nos explica Carlos. Se trata de una curva interminable que se abre sobre el final de la carretera vieja de Granada. Según nos cuenta nuestro improvisado guía, la gente, al enfrentarse a su desmedida extensión, solía exclamar “¡coño con la curva!”, por lo que quedó bautizada como la curva del coño.

Son las dos de la tarde en La Alpujarra granadina y el calor es abrasador. Nuestro coche carece de aire acondicionado por lo que todas las ventanas permanecen abiertas. El aire que viene de fuera parece escupido por un secador de pelo. Así de caliente se adhiere a nuestro rostro. De pronto, frente a nosotros, una montaña forrada de plástico. Se trata de los famosos invernaderos que proveen de frutas y hortalizas a toda Europa. Esto no es nada, nos dice Carlos. En el Ejido, en Almería, está el llamado mar de plástico, una extensión de más de veinte mil hectáreas de plantaciones cubiertas visible desde el espacio. El volumen de negocio es tal que hace confluir en el mismo punto del desierto el índice de suicidios más alto de España junto con la mayor concentración de Ferraris. Los agricultores, repentinamente enriquecidos, se compran esos coches, se juegan todo en el casino y, al perderlo, se matan, nos explica Carlos con generosas gesticulaciones.

Avanzamos por esa tierra de chirimoyas y aguacates, lo que se da en llamar la costa tropical de Granada debido a las condiciones que permiten el crecimiento de dichos frutos. El termómetro marca 42 grados cuando divisamos la entrada al pueblo de Órgiva. Se trata de un puente de siete arcos que se extiende sobre el cauce del río Guadalfeo, y por el que, según la leyenda, el Cristo del lugar se negó a pasar cuando quisieron llevárselo para restaurarlo, lo cual le hizo granjearse el incuestionable cariño de sus devotos. Si bien por su arquitectura alguien podría pensar en una posible fundación árabe, los orígenes de Órgiva se remontan a la colonia griega de Exoche. Se trata de un pueblo de indudable encanto, pero que, al igual que Lanjarón —vecino de este y famoso por sus balnearios de aguas de montaña—, no es de los más característicos de La Alpujarra. Vale la pena sin embargo visitar su iglesia —saludar al famoso Cristo— y comprobar si los cristales del reloj están en buen estado ya que, según nos cuenta Carlos, cada año en las fiestas mayores los destrozan a petardazos.
Subiendo por la montaña llegamos al primero de los pueblos blancos. Se trata de Pampaneira. Decidimos seguir hacia arriba con la esperanza de que la altura haga descender un poco la temperatura. Ya volveremos a Pampaneira cuando vayamos de regreso y el sol haya caído un poco. A ver si para entonces el aire se vuelve más respirable.

Dejamos atrás Bubión y subimos hasta los 1.400 metros en los que se encuentra enclavado Capileira, el segundo municipio más alto de Andalucía y de España. Antes de entrar nos detenemos en una caída de agua para refrescarnos un poco. Brota fresca y cristalina de entre la sombra de unos helechos y parece que nos devuelve la vida. Perdiendo toda compostura nos duchamos en ella. Toda la zona se enorgullece —y con razón— de sus manantiales naturales provenientes de Sierra Nevada.
Capileira es un intrincado laberinto de casas blancas y callecitas serpenteantes hechas con la pizarra de la zona. Los techos de las viviendas son rectos, a la usanza árabe, lo cual los vuelve poco adecuados para una zona de lluvia y nieve. Cuando los moriscos fueron expulsados en el año 1492, les fue permitido refugiarse aquí, último reducto de la dinastía Nazarí, pero tras la revuelta del año 1568 tuvieron que marcharse, dejando paso a la población cristiana. El inconveniente de los techos fue solucionado con un impermeabilizante natural hecho de una gravilla muy compacta que, además de proteger del agua, permite que en los meses cálidos una tenue hierbecilla pueble la cima de las viviendas. Esto sumado a las clásicas chimeneas “con sombrero” otorga el sello de identidad al lugar. Un café muy helado nos devuelve el alma al cuerpo, aletargado por la mezcla de la altura y el calor asfixiante.

Antes de bajar a Pampaneira damos una vuelta por Pitres. “Los bárbaros de Pitres”, se apresura a aclararnos Carlos. Parece ser que algún tiempo atrás, cuando los primeros autobuses hicieron su entrada en la comarca, los lugareños los confundieron con unos enormes bichos con los ojos iluminados y que echaban humo por el culo, y el alcalde ofreció a quien lograra matar al bicho un puerto de mar en Pitres —Pitres no tiene mar— y dos cosechas de trigo al año. Otra versión de la historia, sin embargo, atribuye el pedido del puerto de mar a la legendaria socarronería de los propios habitantes, los cuales, lejos de tomarse a mal el apodo de “bárbaros”, alimentan la leyenda plantando sardinas en los bancales y regándolas para que crezcan sanas y fuertes.

Finalmente, llegamos a Pampaneira, en cuya plaza se celebra la fiesta mayor. En realidad la misma tuvo lugar en mayo, pero como muchos de sus habitantes viven en Barcelona, la repiten en agosto para que puedan estar todos. Junto a su iglesia cuadrada y toda de ladrillo —lo cual contrasta con el blanco general del pueblo— la orquesta toca desganada música de películas con ritmo de pasodoble. Las mujeres mientras tanto cuelgan de lado a lado una soga de la que penden varias manzanas. Al poco rato y con las manos en la espalda, los niños juegan a ver quién la come primero. A Carlos lo conocimos el día anterior en un bar de La Herradura y se ofreció a acompañarnos. Su madre es de Órgiva, la del Cristo que no quiso irse. El calor comienza a perdonarnos y la fiesta se va encendiendo. Vamos a tomar una cervecita, me dice Carlos, y nos perdemos en la noche y en los bailes de la Alpujarra.


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