KARIM ASRY

Los personajes de El mar de todos los muertos, nueva obra del argentino Javier Argüello, son de una fragilidad asombrosa, tanto que el lector teme que el viento sople demasiado y termine borrando las huellas de su paso por el mundo. La trama empieza cuando Joaquín, un escritor, se escapa a Mallorca para precisamente dejar de escribir, y sin decírselo, claro, a su editor. Sobrino nieto del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, de trato cercano y algo cansado de dormir en hoteles, lejos de su biblioteca, Argüello (Santiago de Chile, 1972) estuvo el pasado martes en Bilbao.

Pregunta. No parece usted uno de esos autores que disfrutan torturando a sus personajes con tramas dolorosas.

«Si asumimos que somos seres frágiles, vivir ya no duele tanto»

Respuesta. Ya tienen bastante con existir, los pobres. Son seres frágiles, como nosotros. La fragilidad es una de las condiciones inherentes a la vida. La disfrazamos con toda una serie de certezas para que duela menos, pero eso es un grave error. Si lo asumes, no duele tanto. Yo siento que hasta me alivia. Poco hay de serio en el destino de los hombres, decía Shakespeare.

P. ¿Le tenemos miedo a desaparecer?

R. Más que nunca. Nadie quiere conformarse con ser algo que desaparecerá sin dejar huella. Creo que, de todos los momentos de la historia, nosotros somos los que peor lo hemos manejado. Se nos está vendiendo que podemos manejar las circunstancias, cuando en realidad son tantas las cosas que se nos escapan… Si se produce un terremoto, hay que reprocharle al Gobierno que no lo pudiese prever, que si lo hiciéramos todo bien, no moriríamos nunca.

P. ¿Su editor se parece al de la novela?

R. Para nada. La casa de Mallorca sí es la suya y su perro se llamaArgos, como el del libro, pero yo fui allí a escribir, a diferencia del personaje. De hecho, mi editor fue uno de los pocos de la empresa que no me presionaba para que le entregara algún manuscrito. Después del primer libro, que fue bastante bien, empecé a ir cada vez menos a la editorial porque siempre me encontraba con alguno que insistía: «¿Con qué estás?, Déjame leer algo nuevo, lo que tengas, dámelo». La gente quiere el siguiente libro enseguida. Siempre pensé que, si me tomó 30 años escribir el primero, tres años no está mal para el segundo.

P. En esos cócteles de la alta burguesía que refleja en el libro le preguntarían lo mismo…

R. Son terribles esas reuniones, no aportan nada. esperan de ti que seas ingenioso todo el tiempo; llega un momento en que todos intentan serlo y la escena se convierte en ridícula.

P. De dónde proviene su amor por el mar?

R. La primera vez fue una travesía de un par de meses con un amigo, entre las Azores y Barcelona. Allí, en el mar, encontré la verdad. Hay gente a la que no le gusta, otros lo tachan de la lista de cosas que hacer y otros, como yo, tienen siempre ganas de partir. La novela juega mucho con ese contraste: frente a la frivolidad del mundillo ese de los cócteles, la verdad absoluta del mar.

 

 

 


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Vis MOLINA. El Cultural, 04 de Octubre de 2011

Javier Argüello (Buenos Aires, 1972) está de enhorabuena por partida doble. Se estrena como ensayista con su último libro, La música del mundo (Galaxia Gütenberg) y es el flamante ganador del Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre. En sus ciento cincuenta páginas analiza, con la precisión y el rigor de un entomólogo, la manera en que las historias que hemos almacenado diligentemente en nuestro particular disco duro han configurado la realidad más cotidiana. De Sócrates a Platón y de ahí a Pitágoras, el nieto de un periodista deportivo de raza, del que heredó la vocación, nos acompaña de siglo en siglo con un lenguaje claro y directo para enfrentarnos a unas cuántas verdades adquiridas.

Pregunta.- Éste es su primer ensayo, ¿cómo se le ocurrió cambiar de género?
Respuesta.- Anteriormente había escrito un libro de cuentos y una novela, territorios en los que transité incesantemente entre la realidad y la ficción. Durante la escritura de mi novela, El mar de todos los muertos, acumulé muchísima información que no quise volcar en ese libro, ya que decidí moverme exclusivamente en el terreno novelesco. Aparqué todo eso que había ido atesorando en mi cabeza fruto de mis múltiples lecturas, y lo dejé a un lado esperando que llegara su momento porque ví muy claro que allí había varias ideas que estaban cimentándose. Y ahora le he dado salida en forma de ensayo.

P-¿Escribir sobre hechos reales entraña más dificultades que dejar volar la imaginación?
R-Al contrario, para mí ha sido enormemente divertido trabajar como un detective, buscando pistas aquí y allá, rastreando pruebas, oyendo rumores y contrastando fuentes. La novela puede llegar a desencadenar verdadero pánico, porque es tan amplio el horizonte en el que uno se mueve que hay momentos llenos de confusión e incertidumbre. Por el contrario, el ensayo es algo concreto, en el que siempre hay dónde agarrarse porque la historia es la que es y no permite fabulaciones.

P-Lo ha escrito en un lenguaje limpísimo, dejando muy patente su intención de ser ameno, cosa difícil tratándose de un ensayo.
R- Ese era uno de mis principales retos, no aburrir al lector, contarle las cosas de manera entretenida para animarle a seguir leyendo. Otra de mis preocupaciones era ser breve, no abrumar a nadie con un número excesivo de páginas. Por eso este libro es muy condensado y reúne gran cantidad de información de manera muy medida.

P-Ardua tarea…
R- Desde luego. Cuando descubrí a Borges me enamoré de su manera de narrar, limpia, pura, a base de frases aparentemente muy sencillas.Ha sido una gran referencia para mí desde entonces.

P-¿Le va lo de suscitar polémica?
R-Más bien diría que me gusta plantearme dudas y desterrar creencias. Aquí he tratado de explicarme algunas cosas a mí mismo y de ahí ha salido este primer ensayo. Ha sido como estar frente a un amigo, contándole un problema. A base de oírme en voz alta he ido dando forma a una serie de ideas que hasta entonces sólo eran vagas intuiciones bailando desordenadamente en mi cabeza. Al ponerlas por escrito, yo mismo las he ido entendiendo mejor. Este libro sirve para constatar que no somos tan racionales como nos creemos, y que pensamos determinadas cosas porque así nos las ha contado la historia.

P-¿En literatura también sirve lo del método empírico?
R-Hay muchas verdades científicas que aceptamos porque sí, porque detrás está la ciencia diciendo que eso ha ocurrido de esa forma y lo aceptamos sin más. Pero muchos científicos coinciden en que la mayoría de avances son puramente intuitivos, alguien empieza a investigar por un camino determinado porque intuye que ahí detrás puede haber algo. La intuición funciona en todos los campos. Y sí, la literatura también tiene sus propios métodos científicos: si una obra de teatro consigue hacer llorar a todos sus espectadores es evidente que está tocando ciertas fibras sensibles del alma humana. Eso es un hecho demostrable.

P-Después de bucear entre tanto personaje ilustre, ¿cuál es su favorito?
R-Prefiero decirle cuál es mi despreferencia y se trata de Platón. Es un personaje excesivamente mimado, contemplado y sobrevalorado por la historia, y esto es lo que trato de demostrar en el capítulo que le dedico. Fue un mal poeta y un peor escritor, y no se merece el gran respeto con el que se le ha considerado durante siglos.

P-¿Las coordenadas físicas y geográficas que enmarcan a un escritor delimitan su manera de narrar?
R-Desde luego que sí, y ese también es un hecho demostrable. Los latinoamericanos convivimos de una manera más o menos natural con un universo mágico poblado de espíritus y de muertos que conviven alegremente con los vivos. Eso no es irreal para nosotros, mientras que sí lo es para vosotros. Y, del mismo modo, todo el que conozca la costa del Pacífico y haya visto con sus propios ojos lo enormemente inspiradora que resulta puede entender fácilmente que Chile haya dado tan buenísimos poetas.

P-En su caso ¿la escritura obedece a una necesidad personal?
R-Rotundamente sí. Si todos los tremendos esfuerzos que he puesto en la literatura los hubiera invertido en otro campo, estoy seguro de que hoy viviría infinitamente mejor. A partir de ahí hay otras necesidades, como la de que existan lectores. Quiero ser leído, y no me planteo qué es lo que le interesa al lector pero sí que a éste he de invitarle a recorrer mis caminos de la forma más agradable y fácil posible.

P-¿Qué hay que contar para atraer lectores?
R-La pregunta no es el qué sino el cómo. Lo que atrapa es la honestidad total, el notar que el autor mira a su interior y escucha su voz para luego transmitírsela a los otros. Hay que mirarse mucho el ombligo para poder escribir algo que interese a los demás. Sólo una voz realmente auténtica, que cuente a los otros cuál es su manera de ver el mundo, puede atrapar lectores. Los temas literarios están agotados, pero no así la manera de tratarlos.

P-¿Seguirá por el camino del ensayo en un futuro próximo?
R-No, ahora tengo una novela esbozada en la mente y ése será mi siguiente libro. Acabo de regresar de Nápoles, dónde he estado rastreando calles y gentes para situar allí la trama. No hay nada más fructífero que pisar el escenario dónde uno imagina su novela. Se te llena la cabeza de ideas y de caras y luego no hay más que volcarlas al papel.


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Giro País, 27 de Diciembre de 2009.

Humilde, dice que las comparaciones no le gustan y que muchas veces son inventos de la prensa. Sin embargo, la crítica especializada ya lo sitúa  entre los grandes escritores Latinoamericanos gracias a su última publicación -“El mar de todos los muertos”-, donde mezcla realidad y ficción, su vida y su experiencia. Con ustedes el escritor chileno/argentino/español Javier Arguello. 

-Continuamente la prensa se pierde explicando tu relación con Chile, Argentina y España, pero ¿qué tanto de estos lugares influyó para que te perfiles como escritor?

 

Hay una cuestión que no sé si ha ayudado, pero es una condición de vida y es que en cualquier lugar soy un poco extranjero. Tiene sus partes malas, sobre todo en la niñez, pero lo bueno e interesante para mí es el hecho de no tratar los temas con una bandera en particular.

-Si bien estudiaste comunicaciones ¿por qué llegaste a la literatura?

Desde muy chico escribí. En algún momento pensé que la pasión por la historia la llevaría al cine, hice varios cortometrajes pero nunca dejé de escribir. Finalmente no me resultó cómodo el ritmo y locura que significa el audiovisual por lo que decidí dedicarme a la literatura, sin estudiar letras. Un gran lector desde chiquito y nada más.

-A pesar de tu arrojo, la critica señala que rápidamente te situaste entre los más grandes y ya te compara con Borges y García Márquez.

Impresiona, pero son más cuestiones de periodismo, donde necesitan titulares potentes y clasificaciones para orientar un poco a la gente. Con la cantidad de publicaciones que salen es súper difícil presentar a alguien nuevo y en general los muestran agarrándose de frases… yo encantado de la vida, pero siento que Borges me queda un poquito lejos.

-Pero me imagino que son autores que han influido en tu obra.

Sin duda. Hasta hace 20 años intentaba no leer traducciones por lo que sólo leía latinoamericanos entre ellos Cortazar, Borges, Rulfo y García Márquez, quienes me enseñaron muchísimo, después comencé a ceder y me pasé a la literatura inglesa y rusa que me encantan.

-¿Que géneros literarios te llaman la atención?

La ficción fantástica, sobre todo en cuento. Doy clases de literatura creativa en Barcelona y a mis alumnos les digo que un cuento, de algún modo, te permite cruzar el límite de la realidad. Si no tiene eso a mí no me llama la atención… un cuento puramente sicológico o de alguien que está triste porque se separó de su mujer no me atrae. Me gusta que se prueben los límites de la realidad.

 

“El mar de todos los muertos”.

-¿Con qué se encuentran los lectores de “El mar de todos los muertos”?

Es difícil decir “trata de esto”. Se encuentran con un hombre solitario –Joaquín- que vive en una isla porque quiere alejarse un poco del mundo de la literatura y de un amor perdido. Con el tiempo empieza a convivir con distintos planos donde se pierde entre lo real y ficticio.

-¿Y qué tanto de ti tiene Joaquín?

Supongo que bastante, pero no más que Ana o cualquier personaje del libro. Uno sólo puede construir personajes desde la experiencia propia, pero con Joaquín es mucho más fácil establecer relaciones porque es un argentino, escritor que vive en Barcelona. Sin embargo, yo busco ese objetivo. Mezclarlo con mi propia biografía para confundir los cruces de planos y generar un clima que colabore con el efecto buscado.

-Pero ¿no te da miedo que la gente se pierda?

Intento que la gente se pierda. No que no sepa donde va, sino que se enreden en los planos y con eso me doy por satisfecho. En esto hay una idea filosófica y tiene que ver con que todo el día convivimos con varios planos de realidad. Por ejemplo, cuando viajas en metro o lo que sea, estás repitiendo conversaciones de 10 años atrás sin ninguna dificultad, pero cuando nos tratan de concientizar nos aterra, nos parece que vivimos en un tiempo lineal.

 

La crítica, anhelos y futuro.

-Hablaste de sentirse satisfecho ¿lo estás?

Sí, sino no lo hubiese publicado. Cuando uno lo tiene listo y lo entrega a la editorial aspira a sentirse satisfecho, lo que no quiere decir que no crea que se pueda mejorar.

-Más aún cuando la crítica especializada no ha escatimado en elogios.

Es una satisfacción para el ego. Pero si me creo mucho las buenas críticas también tendría que creer las malas por lo que busco rescatar las partes que me ayudan a pensar en el propio trabajo. Creo que hay tanto elogios como críticas que no ayudan.

-¿Las críticas fueron el mayor miedo al momento de comenzar a escribir?

No, para nada. Hay un miedo que siempre está y creo que va a seguir existiendo, pero es el salto al vacío. Encontrar la historia es difícil, pero es un cierto vértigo muy lindo.

– Y ahora ¿qué podemos esperar de Javier Arguello?

Estoy escribiendo el ensayo “La música del Mundo” y no sé qué destino tendrá. A partir de la última novela surgieron muchas ideas y las quise volcar a una reflección.

A grandes rasgos se trata de cómo la realidad es construida con la estructura de una historia, de que nos contamos nuestras vidas en una narración con ritmo, es como una especie de vibración que atraviesa las cosas y nosotros, para darle sentido a esto, lo contamos como historia.

 

 


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Javier Argüello presentó en Roma el seminario «La Historia de las Historias» (Storia delle Storie ) del 08 al 10 de mayo de 2009 en La Scuola di scrittura Omero.

¿Quién escribió la historia? El tiempo y la subjetividad.
¿Qué come un cuento? ¿Dónde están las historias?
La verdad en la forma, sobre la probabilidad. La ficción como realidad.
¿Por qué una forma clásica es un clásico? Qué lo hace tan grande?
El tiempo en la historia. La estructura como una sinfonía.


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Roma, 30 de Septiembre 2009

 

Javier Argüello presentó en Roma el seminario  «Lecciones de Autor» (Lezioni d’autore) en La Scuola di scrittura Omero. A partir de esta clase Omero Edizioni publicó el libro Lezioni d’autore (appunti sulla struttura)

 


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El Pais, 2 de Noviembre 2012

¿A Sicilia? pregunta mi amiga Lorenza en un café del Trastévere, en Roma, cuando le hablo acerca de nuestro siguiente destino. Entonces se pone a hablarme de algunos peculiares personajes sicilianos.

Nacido en Siracusa, el matemático, ingeniero, físico y astrónomo Arquímedes fue tomado a menudo como el prototipo del sabio loco. Se cuenta de él que cierto día, mientras tomaba un baño, descubrió el Principio de Arquímedes al comprobar el modo en que su cuerpo, al hundirse en la bañera, desplazaba el nivel de líquido allí contenido, y que tan emocionado estaba que olvidó vestirse antes de salir corriendo por las calles anunciando su descubrimiento.

Siracusa representaba por esos tiempos el más grande asentamiento griego en la isla, y quedan de ello numerosas muestras, como el teatro griego. Pero más allá de los monumentos, el gran atractivo de Siracusa está en la isla de Ortigia, fundada en el año 734 antes de Cristo por Eneas y que sirvió de origen a la ciudad. El recorrido perimetral por las murallas de Ortigia tiene algo de exótico y de conmovedor a la vez. El mediterráneo, detenido como un lago —al menos en los dos días que a mí me tocó observarlo—, parece anunciar la inminente llegada de una birreme venida desde la lejana Atenas.

Internarse desde allí hacia el centro de la isla supone un shock automático para los sentidos: capas sobre capas de historia se amontonan en sus edificios. Para muestra, el templo de Apolo: erigido en un principio para celebrar el culto al Dios, fue transformado luego en iglesia bizantina, en mezquita árabe y en basílica normanda antes de quedar encerrado entre las paredes de las casuchas medievales de entre las cuales tuvo que ser desenterrado. La catedral de Siracusa combina en su interior las toscas columnas de piedra de su primer nacimiento como templo de Atenas (siglo V antes de Cristo) con las columnas dóricas del siglo VII y las corintias del siglo XVII que decoran hoy su fachada. Al ubicar la isla de Sicilia en el mapa, uno lo comprende: situada en el centro geográfico del Mediterráneo, no es de extrañar que cuente entre sus platos autóctonos con el cuscús de pescado. El nombre de Italia le resulta tan joven a este sitio como los pasos de quienes lo visitamos.

Como suele suceder con otras tantas ciudades en crecimiento, la de Agrigento, al extenderse, anexó algunos pequeños pueblos vecinos que hoy representan apenas los suburbios de la ciudad. Es el caso del pequeño pueblo de Xaos, lugar de nacimiento del escritor y dramaturgo Luigi Pirandello, creador de personajes que buscan un autor, así como de difuntos que recorren alegremente la campiña italiana. Pero el atractivo de Agrigento no está sin embargo en su centro ni en sus suburbios, sino en el valle de los templos, una serie de edificios griegos de un color rojizo que se encienden con el sol de la tarde y que constituyen tal vez las más viejas y mejor conservadas edificaciones helenas fuera de Grecia. A unos pocos kilómetros al oeste de allí se extiende la localidad de Eraclea Minoa, con sus ruinas del siglo VI antes de Cristo abandonadas junto a una playa interminable y prácticamente deshabitada. Si hay suerte, el cocinero del único restaurante, tan cerca del mar que en los días de temporal las olas bañan sus ventanas como si de un barco se tratase, les dejará asomarse a la puerta de la cocina para espiar cómo prepara sus incontestables spaghettis a la vongole.

En el año 2004, el actor italo-americano Vincet Schiavelli regresó al pueblo de origen de su familia, Polizzi Generosa, para llevar a cabo un sueño: pagó a todos los habitantes del lugar para que interpretaran durante un año y de forma ininterrumpida un papel del Quijote. Por supuesto, se reservó para él mismo el de Alonso Quijano, por lo que, quien pasara por allí durante ese año se encontraba con todo un despliegue de aparatosas armaduras y de gente que se llamaba —¿en italiano antiguo?— “vuestra merced”. Para quien quiera hacerse una idea de la estampa del pueblo, y ya que hablamos de cine, puede evocar aquel otro en el que se rodó la película Cinema Paradiso, de nombre Palazzo Adriano y que se encuentra, al igual que el de Schiavelli, en la provincia de Palermo. Salvo por el cine, que fue construido para la película, la plaza y el resto de las casas son exactamente como las vimos en la gran pantalla. Y ya que vamos de temática fílmica, una advertencia para nostálgicos: evitar a toda costa el vecino pueblo de Corleone. Ni todo el cariño que podamos sentir por la saga de El padrino hace que valga la pena el desvío.

 

El baile de ‘El gatopardo’

La ciudad de Palermo, patria del conde Tomaso de Lampedusa, es, sin duda, el sitio en el que late el alma de toda Sicilia. Los palacios más exuberantes —como aquel en el que se rodó la famosa escena del baile de El gatopardo— se mezclan aquí y allá con el bullicio y la decadencia de unas calles tan caóticas como vivas. La misma superposición frenética de épocas y de estilos que viéramos en Siracusa se encuentra aquí con la febril actividad de una ciudad de más de un millón de habitantes. En el mercado de Palermo, en la plaza de Borgovecchio, compramos pescado en uno de los puestos y nos sentamos en Da Michele para que el mismo Michele nos lo prepare a la brasa. Radio Italia suena más fuerte de lo que hubiéramos querido, pero no nos importa porque completa la estampa. Y así, comiendo spigola y bebiendo cerveza, dejamos pasar la tarde mientras repasamos mentalmente nuestra lista de personajes sicilianos.


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El Pais, 9 de Octubre 2012

Dónde vives?, me pregunta el padre Marc. En Barcelona , respondo. No, no. Te pregunto que dónde vives. ¿En Cataluña?, pruebo. No. Bueno, sí, en una pequeña parte, me dice, pero esa no es la respuesta.

Conocí la ruta del Císter por casualidad. Habíamos ido a pasar el fin de semana al hotel Regina Spa Art Decó, en la provincia de Lleida, un antiguo edificio de piedra restaurado con mimo por sus actuales dueños en el más puro estilo art déco de los años veinte, el cual además de descanso y relax en un entorno muy bello ofrece toda una variedad de terapias de baños y masajes. Fue allí en donde nos hablaron de los monasterios cistercienses y, una vez repuestos en cuerpo y alma de todos nuestros males, decidimos salir a recorrerlos.

 

La orden del Císter se extendió por Europa a partir del siglo XI con la intención de recuperar la figura del monje como persona dedicada a la oración, al trabajo y a la acogida de peregrinos, y en rechazo a la relativa riqueza y comodidad en la que algunos monasterios habían incurrido. Así, en Cataluña, y en estrecha vinculación con la corona catalano-aragonesa, se levantaron los conjuntos monumentales de Vallbona de les Monges, Santes Creus y Poblet, con el fin de colonizar las despobladas tierras de lo que hoy representa la frontera entre las provincias de Tarragona y de Lleida.

¿Qué es lo más importante en esta vida?, me pregunta el padre Marc. ¿El amor?, pruebo, ¿el perdón? Que no, que no, me responde y, acercándose hasta donde estoy, me tapa la nariz y la boca. ¿Qué es lo más importante ahora? Respirar, respondo cuando su mano me lo permite. Él asiente satisfecho y retomamos la marcha.

El monasterio de Santes Creus es el único de los tres que no alberga comunidad monástica desde que en 1835 la misma abandonara el edificio a causa de la desamortización de Mendizábal. En 1921 fue declarado monumento nacional, y hoy sirve de grandioso decorado para conciertos y otras actividades culturales organizadas allí por la Generalitat. El de Vallbona de les Monges es el monasterio femenino de la ruta. Su origen se remonta a una comunidad de anacoretas cuya parte femenina se incorporó en 1175 a la orden del Císter. En 1573, y a causa de la prohibición por parte del Concilio de Trento de que existieran monasterios femeninos en el descampado, la abadesa de aquel entonces decidió ceder parte de las tierras aledañas a la abadía a familias campesinas con el fin de rodearse de una zona urbanizada. Así nació la aldea que circunda el monasterio, el único de la ruta que no cumple con el precepto de aislamiento con el que originalmente fueron ideados.

Una honda impresión

El monasterio de Poblet es el más impresionante de los tres, el que mayor poderío económico y político detentó en su momento y el que más honda impresión me produjo cuando tuve la oportunidad de adentrarme en sus muros de piedra, en sus arcadas románicas y góticas. El padre Paco, encargado de la hospedería, me invitó gentilmente a pasar unos días con ellos. Acepté.

¿Qué es lo más importante en la vida?, me pregunta el padre Marc ¿Respirar?, arriesgo. Eso también, pero luego de respirar hay que dar gracias por poder hacerlo. ¿Y a quién tienes que agradecérselo? A Dios, respondo casi seguro de acertar. No, hombre, a ti, a ti.

A las cinco de la mañana empieza el día en Poblet. La Luna está aún alta en el cielo cuando los monjes atraviesan el claustro para celebrar maitines. A las 8.30 desayunamos en el refectorium, en donde se servirá también la comida y la cena. Se toma el alimento en un silencio solo roto por la voz del monje que lee trozos de las escrituras o el testimonio de algún misionero que narra sus experiencias. Se habla poco en el monasterio, se come y se duerme lo justo.

El padre Matías me encuentra leyendo a la sombra de un árbol. Es la hora del sol pesado. Si quieres estar fresco hay un sitio detrás de la viña donde los antiguos monjes guardaban la nieve que traían de las montañas para conservar frescos los alimentos, agrega. Me indica cómo encontrarlo y hacia allí me dirijo. El pou del gel se asemeja al interior de un huevo de tres plantas de altura. Si afuera la temperatura supera los treinta grados, allí no alcanza los diez. Arcaica tecnología perfecta en función y forma.

Hacia las nueve de la noche tiene lugar la lectura en la sala capitular. Las campanas la interrumpen para llevarnos a completas. En el corazón de la iglesia, y con una tímida vela como única fuente de luz, escucho los cantos de los monjes que resuenan entre las bóvedas, idénticos a los que se oían ahí hace ocho siglos y con los que parece se mezclaran en el eco de la piedra. En silencio nos retiramos al descanso.

Al otro día quedo con el padre Marc para recorrer el monasterio y enterarme así de la historia de las piedras. Con minucioso detalle me cuenta de los arcos y las columnas, de las formas redondas de lo celestial y de la cuadratura de la existencia humana. Cincuenta años llevan esos ojos recorriendo aquellas piedras.

Vemos las tumbas románicas y góticas, anónimas las unas, decoradas las otras. Vemos los anaqueles del scriptorium y la trinidad representada en el techo de la sala capitular. Me entero del recorrido vital del padre Marc, de los caminos que lo alejaron y lo reencontraron con la Iglesia. Por la tarde dejo Poblet camino del tren que me llevará a casa, y sus palabras resuenan como un salmo en mi cabeza. ¿Dónde vives?, me dice al despedirnos, y con su dedo apunta a mis pies. Aquí, respondo, y él sonríe. Uno vive donde tiene sus pies, no donde tiene su casa, me confirma. Solo hay tres cosas que deben importarte, me confía el padre Marc como regalo de despedida: saber dónde tienes los pies, respirar allí donde estés y dar las gracias por poder hacerlo. Que así sea.


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El Pais, 17 de Julio 2010

Sopla furioso el sureste a las puertas del Río de la Plata -porque aunque parezca un mar, en realidad es un río-, y las olas sacuden la orilla con toda la fuerza del mar -porque aunque parezca un río, en realidad es un mar.

Cuarenta millas separan la ciudad de Buenos Aires de la Colonia del Sacramento, localidad uruguaya de algo más de 20.000 habitantes disputada en otros tiempos por españoles y portugueses, y que hoy se erige en inmejorable destino de fin de semana para quien quiera alejarse un poco de la vorágine porteña. Alrededor de tres horas de barco toma cruzar el charco, dependiendo de la embarcación que uno haya escogido. La opción más pintoresca consiste en una lancha colectiva que sale de la terminal fluvial de Tigre, a unos cuarenta minutos en tren desde el centro de Buenos Aires. Nosotros fuimos en velero y así el viaje es algo más largo. Poco a poco, las siluetas de los edificios se van empequeñeciendo y el paisaje se va achatando hasta que solo el agua queda, un agua color café con leche que cuesta clasificar: demasiado grande para un río, demasiado terrosa para un mar. Una malcarada tormenta nos acompaña durante todo el viaje, pero sabe esperar a que lleguemos para descargar su furia. Son salvajes las tormentas de verano en el río. De un momento a otro se te echan encima sin aviso. Lo bueno es que no duran mucho. A los veinte o treinta minutos dejan todo renovado, como una redención de viento y agua que hubiera venido a lavar el mundo.

Salvajes son también las rocas sobre las que la ciudad de Colonia se asienta. Se trata de una punta de tierra considerada antaño como un enclave estratégico a la entrada del Plata. Una gruesa muralla de piedra rodeaba su casco histórico, aún visible por tramos en las inmediaciones de la parte antigua. Según el censo de 1718, la cantidad de habitantes era de 1.040, incluidos los negros esclavos y los indios tupíes. Llamada en su momento «la manzana de la discordia» a causa de las sangrientas luchas a que dio lugar entre las coronas de España y Portugal, no es difícil imaginar la dura vida de aquellos tiempos, el frío y el desamparo de sus inhóspitas calles de barro, los constantes e intempestivos ataques de los que era objeto. En sus esquinas aún puede sentirse ese sabor entre trágico y romántico con que la historia la ha revestido. Arterias empedradas con un canalón en el centro que hace las veces de desagüe, y casas portuguesas con techos de tejas mezclándose con las españolas acabadas en azoteas, todas con recios barrotes adornando sus ventanas. Casas de muros de adobe pintadas de amarillo o rosa, y de faroles soñolientos que quieren asomar entre la rústica vegetación que se apodera de cualquier grieta, como en la calle de los suspiros, cuyo empedrado desciende sinuoso hasta el río, en donde los melancólicos ceibos dejan caer sus flores al agua. Todo es agreste en Colonia, todo es agreste y antiguo, como si tres siglos de colonización no hubieran sido suficientes para arrebatársela al río.

A proa y a popa

No sólo en tierra hallamos ruinas. La profundidad del río ronda los cinco metros en promedio, con lo que a lo largo de todo el camino los pecios descansan a poca distancia de la superficie. Sendas boyas los señalan a proa y a popa -en algunos casos se trata de los propios mástiles de los buques hundidos-, para que las embarcaciones que por ahí circulan los sepan esquivar. En cada boya hay un cartel que anuncia el nombre de la nave y, como si de los nombres de las calles de un barrio se tratase, a medida que uno avanza va cotejándolos con los que aparecen en la carta náutica. Así es como los navegantes locales se orientan: un rudimentario GPS que evoca a cada paso la memoria de los que han tenido menos suerte en su singladura. La turbiedad del agua dificulta las tareas de submarinismo, con lo que poco es lo que puede ver quien se aventura a las profundidades. De tanto en tanto, sin embargo, la casualidad o alguna borrasca hacen que salga a la luz algún obús o algún cañón de hierro, como si el río de tanto en tanto quisiera hacer valer su historia. Alrededor de la plaza mayor y en diferentes casas museo pueden verse estos trofeos acompañados de los trajes y el mobiliario de la época. La misma orfandad de sus calles -que afortunadamente nadie ha sabido o querido restaurar- colabora para llevar la mente del viajero hasta los tiempos de la conquista, especialmente turbulentos en este rincón del mundo. Pero de una turbulencia íntima. Los que mataban y morían solían conocerse las caras. Tan vasto era el territorio y tan pocos los que lo habitaban.

En 1995, el barrio histórico de Colonia fue declarado patrimonio mundial, y desde entonces numerosas posadas han sido acondicionadas para recibir al creciente número de visitantes. También la oferta gastronómica se ha diversificado, y no son pocos los establecimientos en los que degustar la cocina local. La hora de comer nos encontró en El Drugstore, un simpático y colorido restaurante donde probamos su lenguado a las finas hierbas, y por la tarde nos acercamos hasta el bar El Torreón a tomar una cerveza roja de producción local que acompañamos con una suculenta ración de calamares. La terraza del Torreón mira al río. El sol cae en el horizonte y una chica baila en la orilla al son de una música imaginaria. La tormenta ha dejado el cielo inmaculado, de modo que a lo lejos puede intuirse la silueta de Buenos Aires, como si el presente de la urbe quisiera saludar en la distancia al pasado colonial en el que nos hemos sumergido; todo en medio de este río que de tan grande parece un mar. La chica sigue bailando con el rojizo cielo de fondo, e inevitablemente nos vienen a la memoria aquellos versos de Los Cadillacs en los que queda retratada la estirpe mestiza de los pueblos del Plata: levanta los brazos, mujer, y ponte esta noche a bailar, que la nuestra es agua de río mezclada con mar.


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El País, 12 de Abril 2008.

Dejar el mercado de la plaza del Maréchal Leclerc, bajar por la calle de Camille Pelletan hasta el paseo marítimo -saludar a las barcas de vela latina amarradas en el puerto-, sentarse en alguna de las terrazas -a poder ser, la del Petit Café- cuidando de guardar la misma distancia respecto del Château Royal y de la iglesia de Notre Dame des Anges, pedir un gin-tonic al camarero y dejar pasar la tarde con la vista repartida entre el mar y la bahía, fueron ésas las instrucciones que habíamos recibido; con eso, nos dijeron, ya tienes pagado el viaje, y no se equivocaban. El campanario de la iglesia a un lado -construido sobre las instalaciones de un antiguo faro de piedra- y la silueta del castillo templario al otro enmarcan y protegen la playa y el embarcadero, y no es difícil pensar en abandonarse allí hasta que algún accidente natural o climatológico nos fuerce a llevar a cabo algún tipo de movimiento, pero la tarde avanza y es el hambre el que nos obliga a movernos, a recorrer el lugar y a enterarnos de sus secretos. He aquí a grandes rasgos lo que fuimos averiguando.

Collioure es un poblado medieval ubicado en la costa del Rosellón, allí donde los Pirineos se encuentran con el Mediterráneo. Destino privilegiado de navegantes fenicios, griegos y romanos, en el año 673 devino definitivamente puerto comercial bajo la ocupación de los visigodos, que lo bautizaron con el nombre de Caucoliberis (puerto de Elne). Entre los años 1276 y 1344 se convirtió en la residencia de verano de los reyes de Mallorca, y en 1462, recuperado el territorio por parte de Francia, se modificaron las fortalezas y la localidad adquiere su actual fisonomía. Desde entonces, los colores y la luminosidad de Collioure han inspirado a más de un artista.

Barra en forma de proa

Hay sobre la calle de Camille Pelletan, justo frente al castillo, un bar-restaurante llamado Les Templiers, en cuyas paredes cubiertas de cuadros puede leerse parte de la historia artística del poblado. Casi todos los nombres ilustres asociados a la villa -no son pocos- tienen alguna anécdota que se relaciona con el lugar, cuya barra adopta la forma de la proa de un barco. Cuentan que en el verano de 1905, y rastreando la luz inspiradora, llegó hasta allí el pintor Henry Matisse, y que, fascinado por su hallazgo, pidió inmediatamente a su amigo André Derain que le siguiera. La deslumbrante luminosidad del paisaje, así como la explosiva y armónica combinación de colores, detonaron en ambos la necesidad de formas nuevas en las que poder plasmar toda aquella voluptuosidad. Nacía así el primer movimiento vanguardista del siglo XX, el fauvismo, que negando los preceptos clásicos en el uso del color y de la perspectiva abría el campo para toda suerte de exploraciones. «El cuadro debe poseer un poder de generación luminosa. Ese poder se revela cuando la composición, puesta en la sombra, conserva su calidad y cuando, puesta al sol, resiste su destello», explicaba su fundador en el Salón de Otoño de ese mismo año. Al parecer, ambos amigos (así como también Dufy, Maillol, Juan Gris o el propio Picasso) fueron asiduos visitantes de Les Templiers, en cuyo libro de huéspedes aún se conserva un dibujo de Collioure realizado por Matisse.

Pasear por el casco antiguo -el barrio de Mouré- nos pone en contacto con las innumerables galerías de arte que ofrecen sus obras al público. Las calles estrechas y llenas de pendientes parecen rendir tributo, en el colorido de sus paredes, a los trazos de los maestros que lo supieron descubrir. Hay de hecho toda una ruta del fauvismo, a través de la cual se puede comprender mejor el nacimiento del movimiento, veinte diferentes perspectivas con su correspondiente reproducción de la obra que la inmortalizó. Los miércoles y los domingos se coloca en la plaza un alegre mercado que parece haber sido sacado del decorado de una película. En el mismo sitio en el que antes no había nada se reparten ahora los puestos de especias y de esponjas, de quesos, panes y frutas, de flores y de ostras para tomar allí con vino blanco. Es tal el colorido que inunda los sentidos que uno sería capaz de comprarlo todo. Como para satisfacer la ansiedad, nos hacemos con un par de botellas de vino, un trozo de pan y alguna que otra variedad de queso; las anchoas, al parecer, son la especialidad del lugar.

Al salir compramos flores. A pocos metros de la entrada al cementerio de Collioure se encuentra la tumba en la que las depositamos. A grandes rasgos conocíamos la historia de Machado, de su muerte desterrada en las calles que nos cobijan. No sabíamos, sin embargo, que junto a él yace su madre, y al comparar las fechas de una tumba y de otra el alma se nos encoge: ella se fue tres días después que su hijo, palpable recordatorio de la forma en que el dolor puede extinguir una vida.

Historia de familia

Por la noche, un descubrimiento agradable. Las mesitas del Petit Café que por la tarde nos recibieron pertenecen a un local del mismo nombre que se encuentra dentro del muro, en la calle de la Prud’homie. Animo a cualquiera a que se dé una vuelta por ahí. Ya quisiera el mejor barrio de la capital más coqueta contar con un bar diseñado con tanto esmero. Las acuosas formas del techo se combinan con las terminaciones art nouveau de la barra y con las reproducciones de Alphonse Mucha que inspiraron al arquitecto parisiense que lo diseñó. Su cantinero yugoslavo, el señor Hicolitch, nos explica que pertenece al mismo dueño de Les Templiers, y nos pone al tanto de paso de la historia de la familia. Al parecer, el actual dueño heredó el negocio de su padre, y éste, del suyo, el fundador de la saga. Este último, el primero de los Pous, fue el encargado de recibir y dar de comer a los pintores fauvistas y también a algún que otro escritor. ¿Han visitado ustedes la tumba de Patrick O’Brian?, nos pregunta Rajko Hicolitch. Le explicamos que no sabíamos que estuviera enterrado allí y nos enteramos de que vivió cincuenta años en Collioure, que fue allí donde escribió la mayor parte de su obra, incluidas las aventuras del capitán Jack Aubrey y de su amigo el doctor Stephen Maturin, sobre las que se basó luego el guión de Master and comander. Parece que la cosa viene de cementerios. Al día siguiente tenemos planeado regresar por la ruta de la costa y pasar a visitar el memorial de Walter Benjamin, en Portbou. Una escalera que desciende al mar nos recuerda el punto exacto en el que, asediado por ambos costados -nazis de un lado, franquistas del otro-, decidió poner fin a su interminable huida.

Dejar el mercado de la plaza del Maréchal Leclerc, bajar por la calle de Camille Pelletan hasta el paseo marítimo -saludar a las barcas de vela latina amarradas en el puerto-, sentarse en alguna de las terrazas -a poder ser, la del Petit Café- cuidando de guardar la misma distancia respecto del castillo y de la iglesia, pedir un gin-tonic al camarero y dejar pasar la tarde con la vista repartida entre el mar y la bahía, fueron ésas las instrucciones que habíamos recibido. Obedecemos y mientras lo hacemos el aire se tiñe de despedidas. A nuestra memoria viene de pronto el epitafio de Machado: «Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar». Que así sea.


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El País, 19 de Mayo 2007.

Maravillosa decadencia. Ejercer de turistas en Roma es caminar entre palacios, estatuas y plazas con la respiración contenida. Y compartir una pizza en animada charla con los romanos.

Me gusta Roma porque es una especie de jungla misteriosa en donde uno puede esconderse, dice el personaje de Marcello Mastroianni en La dolce vita; y algo de eso hay. A las construcciones clásicas se van adhiriendo como la hiedra otras más modernas, palacios barrocos o renacentistas que dibujan el mapa de unas calles por las que las motos y los coches circulan sin orden ninguno. Si en París los monumentos están precedidos de graves explanadas, en Roma se aparecen superpuestos en cualquier esquina, amontonándose unos sobre los otros con el descuido con que el tiempo los ha ido repartiendo.

En Roma parece que todos estuvieran improvisando, pero que lo vinieran haciendo desde hace mucho tiempo. Cada día se levantan con un plan apenas aproximado de lo que la jornada les depara, y no porque no sepan adónde van ni a qué se dedican, sino que son esos detalles secundarios, disfraces intercambiables, accidentes pasajeros. Dos camareras somnolientas sacan a la vereda las mesas de la terraza. Falta colocar la última cuando descubren que ya no hay sitio y, sin hacerse demasiado problema, la vuelven a guardar.

Salimos a ejercer de turistas. Agobiados por la marea de peregrinos del Vaticano, descendemos la Via de la Conziliazione hasta el castillo de Sant’Angelo, concebido como mausoleo para el emperador Adriano y utilizado más tarde por los papas como refugio en épocas de revuelta. Al parecer, un pasillo subterráneo les daba acceso desde la Santa Sede. Nos giramos para obtener una de las mejores vistas que existen de la cúpula de San Pedro, y en el fondo creo que nos alegramos de ya no estar allí. La plaza es impresionante; la Capilla Sixtina y La Piedad,francamente imperdibles, pero además del amontonamiento y las colas interminables no deja de haber algo de siniestro en ese sitio, algo que evoca la peor parte de la decadencia del imperio y que aún habita en sus muros.

Leyes y dioses

Cada historia de Roma forma parte de nuestra historia. Desde el idioma hasta las leyes, desde la arquitectura hasta los dioses. Cruzamos el puente sobre el Tíber y nos adentramos por la Via del Governo Veccio en dirección a la plaza Navona, rodeados de palacios del quattrocento y del cinquecento, de tiendas de libros y de discos, y de ropa de segunda mano.

El marco impone respeto, pero hay distensión en los cuerpos, como si el ser imperio hubiera dejado la despreocupada certeza de que querer abarcar el mundo implica demasiado trabajo y ya nadie añorara esas épocas de opulencia. Como el noble al que han cesado en sus funciones y que, luego del primer impacto, comprende que aún tiene el castillo, sólo que sin las obligaciones, así habitan los romanos su ciudad.

La decadencia muestra entonces su cara más amable, como si le estuvieran diciendo a uno: «Mire, aquí están las ruinas, mírelas todo lo que quiera y, cuando se haya cansado de mirar, venga a comer una pizza, a oír música y a bailar un rato, que es lo que en definitiva importa». Así pasan los cuerpos voluptuosos de las romanas, con suficiencia despreocupada, con soltura y desparpajo, y así lo celebran alborozados los romanos, gente que no mira poco, llenos de viejos sus parques.

Y más allá, cruzando el río, las risas llegan desde el Trastevere como ecos de los etruscos, señores de la comarca antes de que la ciudad tomara la otra orilla, de que Nerón la incendiara y la reconstruyeran, de que se erigiera en el arrabal en donde los recién llegados de todas las épocas se mezclaban.

Estuvimos en las afueras, visitando las catacumbas. De regreso bajamos del autobús para adentrarnos a pie en la ciudad a través de la puerta de San Sebastiano, una de las más grandes y mejor conservadas del muro Aureliano. Jugando a Astérix y Obélix nos dejamos envolver por la tranquilidad del bosque, descubriendo entre los árboles palacios escondidos mientras las piedras de la Via Appia vigilaban nuestros pasos.

Estatua parlante

El recorrido toma varias horas, pero vale la pena para quien guste de caminar. Entrar de esa manera le otorga otro rostro a la ciudad. Visitamos las termas de Caracalla y, luego de un rato, desembocamos en el Circo Máximo, y desde ahí, a la zona del Foro. El atardecer nos encontró mudos y lejanos, con la sensación de haber rozado el manto con el que la historia gusta de disfrazar el tiempo. La luna sale enorme desde atrás del Coliseo y los coches siguen su marcha, escandaloso recordatorio de que, ajena a tanta ruina, la ciudad continúa latiendo, salvaje y bulliciosa.

Existe al final de la Via del Governo Veccio una plaza con el nombre de Pasquino. En uno de sus rincones nos encontramos con un busto sobre el que han sido colocadas diversas leyendas en papel. Un viandante me explica que se trata de la primera estatua parlante de la ciudad, el primer weblog de la historia. Desde hace siglos viene sirviendo de pizarra para colocar críticas contra el Papa y los gobernantes. Todo lo que oprime la mente se debe decir, me explica el improvisado guía, de otra forma se queda dentro y hace daño.

La noche nos encuentra en la Montecarlo, una pizzería cuyas mesas invaden la mayor parte de la calle de Vicolo Savelli. En largas tablas comunes comemos por un precio módico. La comida es excelente, pero mejor es la compañía. Haciendo bromas con los de al lado, me explican lo curioso que les resulta oír hablar de la época de los romanos, porque es lo que ellos han sido desde siempre. Bromeando, les pregunto entonces por sus togas. Hábil de reflejos, uno de ellos alza una mano con dos dedos en V. Cinco cervezas, pide al camarero. «Las ropas las hemos cambiado, pero los números aún los usamos». Vuelvo a Astérix un momento: están locos estos romanos.


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