«Los colores se intercambiaban y seguían siendo los mismos. En el fondo no se trataba de colores ni de ideas, sino de la vieja fórmula del soy más fuerte y te aplasto que atraviesa países, fronteras, ideologías y banderas.»
A finales de los noventa, en un viaje por la Rusia y la Europa del Este que poco a poco se desprendían del aletargamiento en el que el férreo comunismo soviético las había sumido, Argüello termina de comprender aquello que ya había intuido cuando visitó, junto a sus padres y su hermano, lo que comenzaban a ser los restos del muro de Berlín y lo que mucho antes ya había percibido en su experiencia dentro de una familia argentina de militantes comunistas residentes entre Chile y Argentina en la segunda mitad del siglo XX –una familia vinculada a la diplomacia que ayudó a huir a algunos disidentes tras el golpe de estado en Chile–.
Argüello comienza a ser consciente de la represión y las dificultades que cualquier régimen, ya sea de izquierdas o derechas, impone a aquellos que no comulgan, o comulgan a destiempo, con
el poder. Ser rojo se nos acerca como una crónica personal de la historia política de Chile y Argentina que ahonda en las complicaciones que asimilarse de cualquier manera con ideologías izquierdistas suponía en el Chile de Pinochet y la Argentina de los desaparecidos, pero también como un cuestionamiento de la estrechez de miras ideológica. En este momento en que la situación geopolítica del mundo está agitadísima, en que la polarización y el enfrentamiento son cada vez más extremos, Ser rojo llega como una reivindicación de la humanidad y la empatía que nos anima a ahogar el espíritu vengativo por una vida y un mundo mejores para todos. Javier Argüello nos recuerda que el futuro del bienestar social y la equidad dependen de la revisión de nuestra naturaleza humana corrupta e individualista, más que de la adscripción inflexible a una ideología determinada.