Publicado en El País, 26 de Julio de 2014.

En la ciudad noruega casi todo presume de ser lo más septentrional del mundo. Entre leyendas de linces y osos polares, un enclave que sirvió de trampolín para Roald Amundsen hacia el gran norte
El sol está alto en el cielo cuando aterrizamos en Tromsø. La hora, las 23.30. ¿Hasta qué hora tienen sol en esta época del año?, le preguntamos al taxista que nos lleva al puerto. Ya no se pondrá hasta fines de agosto, nos responde. Durante todo el día —y toda la noche— y durante los próximos dos meses, el sol brillará ininterrumpidamente en el cielo de Tromsø.
La ciudad de Tromsø (de unos 66.000 habitantes) se encuentra ubicada en una isla de los fiordos noruegos, a 71 grados de latitud norte. A 66 grados se encuentra la línea que delimita el círculo polar. Nunca hemos estado tan arriba en el mapa, y en esta ocasión se trata sólo del comienzo, ya que hemos venido con el objetivo de embarcarnos en el Sterna,un velero oceánico de 85 pies que, a las órdenes del navegante Albert Bargués, se propone alcanzar la latitud 80 norte, el límite geográfico para cualquier barco que no sea un rompehielos. Desde Tromsø subiremos a cabo Norte, la punta más septentrional de Europa, y desde allí nos internaremos en el océano Glaciar Ártico.
En Tromsø casi todo presume de ser lo más septentrional del mundo. Más adelante descubriríamos que se trata de una característica de la región en general. Nos damos una vuelta por la calle principal y pronto llegamos a la cervecería Ølhallen, la más septentrional del mundo y uno de los sitios más famosos de la ciudad. Fundada en 1927, pronto se convirtió en el punto en el que balleneros, pescadores y navegantes en general se reunían a beber y a intercambiar historias. El arte de contar historias llegó a popularizarse de tal manera que muchas veces el contador las iba declamando por entregas. Finalizada una primera parte se quedaba a la espera de que algún oyente agradecido le invitara a una cerveza, y si eso no ocurría se negaba a continuar. Uno de los más famosos clientes del Ølhallen fue el célebre Henry Rudy, cazador del Ártico que subió más de cuarenta veces a las regiones polares y se vanagloriaba de haber dado muerte a 713 osos polares él solo. Un gran ejemplar disecado de pie junto a la barra mantiene viva su leyenda.
Salimos a la calle y nos encontramos con una escena que nos desconcierta. El modo en que charlan los que fuman en la puerta y el volumen de sus carcajadas nos hace sentir que hay algo que está fuera de lugar. Una chica muy rubia pasa tambaleante y tres jóvenes se giran a piropearla. Uno incluso hace ademanes de bailar con ella en la distancia. Una moto pasa haciendo piruetas en su rueda trasera y un coche lleno de risas recorre la calzada lentamente con un animado jolgorio en su interior. Todo relativamente normal si uno piensa que son las dos de la mañana de un viernes. Lo que no encaja, comprendemos luego, es ese sol de mediodía que ilumina la escena.
La antigua comisaría
El siguiente bar es el Silvertsens Kafe. El americano que lo lleva nos cuenta que vino a Tromsø por amor. La relación no funcionó pero él decidió quedarse de todos modos. El bar ocupa las instalaciones de lo que fue la antigua comisaría. De hecho, la barra, ubicada en el piso de abajo de la gran casona, se encuentra emplazada en donde antes estaban las mazmorras. Dos particularidades completan el sitio: por un lado, se trata del único restaurante vegetariano de una región en la que la caza y la pesca están a la orden del día. Por el otro, cuenta con una sauna por la que el que quiere va pasando para, después de una ducha, seguir bebiendo renovado. Del otro lado de la bahía la catedral del Ártico enfrenta su imponente modernidad al estilo neogótico y de madera de los tradicionales templos católico y luterano de la ciudad.
Los primeros habitantes de la región de Tromsø se establecieron allí hace más de nueve mil años. Se trataba de los antepasados de los samis que aún pueblan la zona. Al día siguiente nos encontramos con Niels, uno de sus descendientes, quien nos lleva a las áreas de pastoreo de sus rebaños de renos. Se trata de un trabajo duro, sobre todo en el invierno. Niels recorre las montañas en la larga noche polar con su moto de nieve, cuidándose de no caer en lo que él llama el mal hielo. Una vez le ocurrió que se hundió en el agua a veinte grados bajo cero y apenas tuvo tiempo de llamar a su tío para que viniera a rescatarlo. Los pastores samis siempre llevan un teléfono sumergible con ellos. En otra ocasión disparó a un lince, predador natural de los renos, y cuando lo fue a buscar, el animal, todavía herido, le saltó sobre la espalda. Llegó a girarse con el tiempo justo de encajarle cuatro tiros en el estómago. De lo que más se lamentaba mientras nos lo contaba era de que la piel quedó inutilizable. La piel de lince, al parecer, se vende a muy buen precio. Niels nos cuenta que últimamente están teniendo problemas porque el Gobierno les está reduciendo drásticamente las áreas de pastoreo. Cuesta pensar en ese hombretón rubio que habla un inglés mejor que el mío como en un aborigen perteneciente a una minoría étnica en conflicto con el Gobierno.
Volvemos a Tromsø al atardecer y decidimos darnos una vuelta por el museo polar. La cabaña de madera que emula las de los primeros exploradores y las explicaciones acerca de la flora y fauna de la zona nos recuerdan hacia dónde nos dirigimos. Expedicionarios de la talla de Fridtjof Nansen, Roald Amundsen y Umberto Nobile se hospedaron varias veces en la ciudad camino del gran Norte. De hecho, entre los años 1926 y 1928 Tromsø estuvo en los ojos del mundo entero a causa de la expedición de estos dos últimos. Salimos del museo pensando que es un buen sitio para empezar nuestra propia ascensión a vela hacia el Ártico. Al día siguiente, cabo Norte: el fin del mundo conocido. Empieza el viaje.


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El País, 28 de Febrero 2014

¿Le gustaría unírsenos esta mañana? Hoy tenemos un servicio muy especial”, me dijo la elegante mujer inglesa que me recibió a las puertas de la iglesia del Rey Charles, en Falmouth. Se trataba del Sea Sunday (el domingo del mar), la festividad que una vez al año homenajea a todos los hombres y oficios que alguna relación tienen o han tenido con el mar. Tratándose del sitio del que se trataba, uno podía imaginar que serían pocos los lugareños que permanecerían ajenos.

La historia de Falmouth (25.000 habitantes) ha estado desde siempre ligada al mar. Yo mismo había llegado hasta ahí para unirme a la tripulación del Sterna, un velero oceánico que, bajo las órdenes del navegante catalán Albert Bargués, partiría al día siguiente hacia Barcelona. Encontrarme, pues, con que ese domingo se celebraba la misa del mar se me antojó de pronto como una feliz coincidencia.

Desde que en 1540 Enrique VIII mandó construir el castillo de Pendennis para defender el estuario de Carrick Roads, la gente que se instaló en la zona desarrolló una estrecha relación con el mar. No se trataba necesariamente de marineros, sino de mineros, pastores y comerciantes, pero ninguno podía estar ajeno a los posibles ataques de los piratas o a los barcos que venían a traer o llevar mercancías. Antes de la llegada del vapor, y frente a lo duro que muchas veces se les hacía a los veleros entrar en el canal, aquella punta suroccidental de la isla —el lands end— representaba el primer refugio para quienes venían desde el océano. Durante siglos, todo el correo de Inglaterra llegaba y partía desde Falmouth, lo que explica que el monumento que decora la plaza esté dedicado a los hombres que se ocupaban de repartirlo en carreta por la isla. Desde Falmouth partieron también Robin Knox-Johnston, el primer hombre que completó una vuelta al mundo en solitario y sin escalas, y Ellen MacArthur, la mujer que lo ha hecho en la menor cantidad de días. Lo que en otros sitios representa una opción romántica —salir a navegar para vivir la experiencia del contacto directo con el mar—, en Falmouth constituye una ineludible forma de vida.
Todo en Falmouth respira humedad y salitre. Las gaviotas son una parte tan importante del paisaje que si llegan a anidar en el tejado de alguien está prohibido por ley que ese alguien las moleste. La elegante mujer inglesa que tan amablemente me recibió a las puertas de la iglesia me explicó que el servicio no empezaría hasta el mediodía, con lo que decidí aprovechar la mañana para recorrer un poco el lugar. Siguiendo la calle principal, que serpentea adecuándose a los caprichos de la costa, descubrí un callejón que bajaba hasta el mar. Una arcada de piedra lo presidía, y en los cincuenta metros que se extendían hasta el agua me encontré con un taller tradicional de talla de mascarones de proa —The Bosun’s Locker— y con el Crab and Oyster Bar, al que volveríamos por la tarde. Las casas de piedra recia descansaban a la orilla de un suelo humedecido por la bruma. Sobre la arena mojada que el mar había dejado al retirarse descansaban las barcas de pesca que habían vuelto de la faena.

Un poco más allá me encontré con el muelle Príncipe de Gales. Excursiones en barca parten desde allí para visitar los castillos de Pendennis y Saint Mawes, así como los puntos emblemáticos de la bahía. Fondeados en sus aguas, los más bellos veleros exhiben sus proas a un viento que no cesa. Destacan las embarcaciones tradicionales de pesca de ostras, con sus largos botalones y sus proas espigadas. Preguntando me enteré de que la ostra ha de pescarse a vela, lo que da una buena idea de la pericia de sus tripulantes. La mayor parte de los rostros que por allí circulan parecen sacados de una película de cazadores de ballenas. Al dejar el muelle, el hambre me obligó a entrar en un negocio de comidas. Pregunté por algún plato típico y me ofrecieron un cornish pasty, una especie de empanada rellena de carne y verdura que al parecer era la base de la alimentación de los mineros del estaño. El relleno salado se interrumpe al llegar al final, en donde aguarda un último bocado dulce. El pasty tradicional, me explican, es tan completo que incluye el postre.

Vuelvo a la calle principal atraído por una música solemne. Se trata de la banda que preside el desfile de los veteranos de la Royal Navy, los cuales, con uniformes de gala y el pecho cargado de medallas, llegan para unirse a la fiesta del mar. Con un respeto cercano al temor los sigo hasta la iglesia y veo cómo entregan sus coloridos estandartes al cura, el cual los va desplegando sobre el altar mayor. La misa es una especie de canto a la tradición marinera del país más marinero y tradicional de la tierra. Cuando el párroco sube al púlpito para dar su sermón, me convenzo de que me he colado en una escena de Moby Dick, tan llenas de anclas y de horizontes las palabras que salen de su boca.

La misa termina con la oración de Nelson pronunciada a coro por los asistentes. A continuación suena elGood save the Queen al tiempo que los estandartes, ya recuperados por sus dueños, se inclinan en señal de despedida. Dejamos Falmouth entre la bruma. Las verdes laderas de la costa inglesa se mezclan con el gris del mar y del cielo. Hay algo solemne en dejar estas costas que dejaron antes tantos marinos ilustres y no ilustres de todas las épocas. Una vez terminado el servicio, me quedo charlando con la elegante dama inglesa. Le cuento de nuestra travesía y ella insiste en presentarme al párroco. Lo pone al tanto de mis planes y el hombre pronuncia complacido el nombre de Barcelona. Son unos cuantos días hasta allá, me dice, que Dios los guíe y los bendiga. Una vez a bordo, me aseguro de transmitir la bendición al resto de la tripulación delSterna.


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El Pais, 11 de Octubre 2013

Y esta de aquí es la curva del coño, nos explica Carlos. Se trata de una curva interminable que se abre sobre el final de la carretera vieja de Granada. Según nos cuenta nuestro improvisado guía, la gente, al enfrentarse a su desmedida extensión, solía exclamar “¡coño con la curva!”, por lo que quedó bautizada como la curva del coño.

Son las dos de la tarde en La Alpujarra granadina y el calor es abrasador. Nuestro coche carece de aire acondicionado por lo que todas las ventanas permanecen abiertas. El aire que viene de fuera parece escupido por un secador de pelo. Así de caliente se adhiere a nuestro rostro. De pronto, frente a nosotros, una montaña forrada de plástico. Se trata de los famosos invernaderos que proveen de frutas y hortalizas a toda Europa. Esto no es nada, nos dice Carlos. En el Ejido, en Almería, está el llamado mar de plástico, una extensión de más de veinte mil hectáreas de plantaciones cubiertas visible desde el espacio. El volumen de negocio es tal que hace confluir en el mismo punto del desierto el índice de suicidios más alto de España junto con la mayor concentración de Ferraris. Los agricultores, repentinamente enriquecidos, se compran esos coches, se juegan todo en el casino y, al perderlo, se matan, nos explica Carlos con generosas gesticulaciones.

Avanzamos por esa tierra de chirimoyas y aguacates, lo que se da en llamar la costa tropical de Granada debido a las condiciones que permiten el crecimiento de dichos frutos. El termómetro marca 42 grados cuando divisamos la entrada al pueblo de Órgiva. Se trata de un puente de siete arcos que se extiende sobre el cauce del río Guadalfeo, y por el que, según la leyenda, el Cristo del lugar se negó a pasar cuando quisieron llevárselo para restaurarlo, lo cual le hizo granjearse el incuestionable cariño de sus devotos. Si bien por su arquitectura alguien podría pensar en una posible fundación árabe, los orígenes de Órgiva se remontan a la colonia griega de Exoche. Se trata de un pueblo de indudable encanto, pero que, al igual que Lanjarón —vecino de este y famoso por sus balnearios de aguas de montaña—, no es de los más característicos de La Alpujarra. Vale la pena sin embargo visitar su iglesia —saludar al famoso Cristo— y comprobar si los cristales del reloj están en buen estado ya que, según nos cuenta Carlos, cada año en las fiestas mayores los destrozan a petardazos.
Subiendo por la montaña llegamos al primero de los pueblos blancos. Se trata de Pampaneira. Decidimos seguir hacia arriba con la esperanza de que la altura haga descender un poco la temperatura. Ya volveremos a Pampaneira cuando vayamos de regreso y el sol haya caído un poco. A ver si para entonces el aire se vuelve más respirable.

Dejamos atrás Bubión y subimos hasta los 1.400 metros en los que se encuentra enclavado Capileira, el segundo municipio más alto de Andalucía y de España. Antes de entrar nos detenemos en una caída de agua para refrescarnos un poco. Brota fresca y cristalina de entre la sombra de unos helechos y parece que nos devuelve la vida. Perdiendo toda compostura nos duchamos en ella. Toda la zona se enorgullece —y con razón— de sus manantiales naturales provenientes de Sierra Nevada.
Capileira es un intrincado laberinto de casas blancas y callecitas serpenteantes hechas con la pizarra de la zona. Los techos de las viviendas son rectos, a la usanza árabe, lo cual los vuelve poco adecuados para una zona de lluvia y nieve. Cuando los moriscos fueron expulsados en el año 1492, les fue permitido refugiarse aquí, último reducto de la dinastía Nazarí, pero tras la revuelta del año 1568 tuvieron que marcharse, dejando paso a la población cristiana. El inconveniente de los techos fue solucionado con un impermeabilizante natural hecho de una gravilla muy compacta que, además de proteger del agua, permite que en los meses cálidos una tenue hierbecilla pueble la cima de las viviendas. Esto sumado a las clásicas chimeneas “con sombrero” otorga el sello de identidad al lugar. Un café muy helado nos devuelve el alma al cuerpo, aletargado por la mezcla de la altura y el calor asfixiante.

Antes de bajar a Pampaneira damos una vuelta por Pitres. “Los bárbaros de Pitres”, se apresura a aclararnos Carlos. Parece ser que algún tiempo atrás, cuando los primeros autobuses hicieron su entrada en la comarca, los lugareños los confundieron con unos enormes bichos con los ojos iluminados y que echaban humo por el culo, y el alcalde ofreció a quien lograra matar al bicho un puerto de mar en Pitres —Pitres no tiene mar— y dos cosechas de trigo al año. Otra versión de la historia, sin embargo, atribuye el pedido del puerto de mar a la legendaria socarronería de los propios habitantes, los cuales, lejos de tomarse a mal el apodo de “bárbaros”, alimentan la leyenda plantando sardinas en los bancales y regándolas para que crezcan sanas y fuertes.

Finalmente, llegamos a Pampaneira, en cuya plaza se celebra la fiesta mayor. En realidad la misma tuvo lugar en mayo, pero como muchos de sus habitantes viven en Barcelona, la repiten en agosto para que puedan estar todos. Junto a su iglesia cuadrada y toda de ladrillo —lo cual contrasta con el blanco general del pueblo— la orquesta toca desganada música de películas con ritmo de pasodoble. Las mujeres mientras tanto cuelgan de lado a lado una soga de la que penden varias manzanas. Al poco rato y con las manos en la espalda, los niños juegan a ver quién la come primero. A Carlos lo conocimos el día anterior en un bar de La Herradura y se ofreció a acompañarnos. Su madre es de Órgiva, la del Cristo que no quiso irse. El calor comienza a perdonarnos y la fiesta se va encendiendo. Vamos a tomar una cervecita, me dice Carlos, y nos perdemos en la noche y en los bailes de la Alpujarra.


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El Pais, 2 de Noviembre 2012

¿A Sicilia? pregunta mi amiga Lorenza en un café del Trastévere, en Roma, cuando le hablo acerca de nuestro siguiente destino. Entonces se pone a hablarme de algunos peculiares personajes sicilianos.

Nacido en Siracusa, el matemático, ingeniero, físico y astrónomo Arquímedes fue tomado a menudo como el prototipo del sabio loco. Se cuenta de él que cierto día, mientras tomaba un baño, descubrió el Principio de Arquímedes al comprobar el modo en que su cuerpo, al hundirse en la bañera, desplazaba el nivel de líquido allí contenido, y que tan emocionado estaba que olvidó vestirse antes de salir corriendo por las calles anunciando su descubrimiento.

Siracusa representaba por esos tiempos el más grande asentamiento griego en la isla, y quedan de ello numerosas muestras, como el teatro griego. Pero más allá de los monumentos, el gran atractivo de Siracusa está en la isla de Ortigia, fundada en el año 734 antes de Cristo por Eneas y que sirvió de origen a la ciudad. El recorrido perimetral por las murallas de Ortigia tiene algo de exótico y de conmovedor a la vez. El mediterráneo, detenido como un lago —al menos en los dos días que a mí me tocó observarlo—, parece anunciar la inminente llegada de una birreme venida desde la lejana Atenas.

Internarse desde allí hacia el centro de la isla supone un shock automático para los sentidos: capas sobre capas de historia se amontonan en sus edificios. Para muestra, el templo de Apolo: erigido en un principio para celebrar el culto al Dios, fue transformado luego en iglesia bizantina, en mezquita árabe y en basílica normanda antes de quedar encerrado entre las paredes de las casuchas medievales de entre las cuales tuvo que ser desenterrado. La catedral de Siracusa combina en su interior las toscas columnas de piedra de su primer nacimiento como templo de Atenas (siglo V antes de Cristo) con las columnas dóricas del siglo VII y las corintias del siglo XVII que decoran hoy su fachada. Al ubicar la isla de Sicilia en el mapa, uno lo comprende: situada en el centro geográfico del Mediterráneo, no es de extrañar que cuente entre sus platos autóctonos con el cuscús de pescado. El nombre de Italia le resulta tan joven a este sitio como los pasos de quienes lo visitamos.

Como suele suceder con otras tantas ciudades en crecimiento, la de Agrigento, al extenderse, anexó algunos pequeños pueblos vecinos que hoy representan apenas los suburbios de la ciudad. Es el caso del pequeño pueblo de Xaos, lugar de nacimiento del escritor y dramaturgo Luigi Pirandello, creador de personajes que buscan un autor, así como de difuntos que recorren alegremente la campiña italiana. Pero el atractivo de Agrigento no está sin embargo en su centro ni en sus suburbios, sino en el valle de los templos, una serie de edificios griegos de un color rojizo que se encienden con el sol de la tarde y que constituyen tal vez las más viejas y mejor conservadas edificaciones helenas fuera de Grecia. A unos pocos kilómetros al oeste de allí se extiende la localidad de Eraclea Minoa, con sus ruinas del siglo VI antes de Cristo abandonadas junto a una playa interminable y prácticamente deshabitada. Si hay suerte, el cocinero del único restaurante, tan cerca del mar que en los días de temporal las olas bañan sus ventanas como si de un barco se tratase, les dejará asomarse a la puerta de la cocina para espiar cómo prepara sus incontestables spaghettis a la vongole.

En el año 2004, el actor italo-americano Vincet Schiavelli regresó al pueblo de origen de su familia, Polizzi Generosa, para llevar a cabo un sueño: pagó a todos los habitantes del lugar para que interpretaran durante un año y de forma ininterrumpida un papel del Quijote. Por supuesto, se reservó para él mismo el de Alonso Quijano, por lo que, quien pasara por allí durante ese año se encontraba con todo un despliegue de aparatosas armaduras y de gente que se llamaba —¿en italiano antiguo?— “vuestra merced”. Para quien quiera hacerse una idea de la estampa del pueblo, y ya que hablamos de cine, puede evocar aquel otro en el que se rodó la película Cinema Paradiso, de nombre Palazzo Adriano y que se encuentra, al igual que el de Schiavelli, en la provincia de Palermo. Salvo por el cine, que fue construido para la película, la plaza y el resto de las casas son exactamente como las vimos en la gran pantalla. Y ya que vamos de temática fílmica, una advertencia para nostálgicos: evitar a toda costa el vecino pueblo de Corleone. Ni todo el cariño que podamos sentir por la saga de El padrino hace que valga la pena el desvío.

 

El baile de ‘El gatopardo’

La ciudad de Palermo, patria del conde Tomaso de Lampedusa, es, sin duda, el sitio en el que late el alma de toda Sicilia. Los palacios más exuberantes —como aquel en el que se rodó la famosa escena del baile de El gatopardo— se mezclan aquí y allá con el bullicio y la decadencia de unas calles tan caóticas como vivas. La misma superposición frenética de épocas y de estilos que viéramos en Siracusa se encuentra aquí con la febril actividad de una ciudad de más de un millón de habitantes. En el mercado de Palermo, en la plaza de Borgovecchio, compramos pescado en uno de los puestos y nos sentamos en Da Michele para que el mismo Michele nos lo prepare a la brasa. Radio Italia suena más fuerte de lo que hubiéramos querido, pero no nos importa porque completa la estampa. Y así, comiendo spigola y bebiendo cerveza, dejamos pasar la tarde mientras repasamos mentalmente nuestra lista de personajes sicilianos.


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El Pais, 9 de Octubre 2012

Dónde vives?, me pregunta el padre Marc. En Barcelona , respondo. No, no. Te pregunto que dónde vives. ¿En Cataluña?, pruebo. No. Bueno, sí, en una pequeña parte, me dice, pero esa no es la respuesta.

Conocí la ruta del Císter por casualidad. Habíamos ido a pasar el fin de semana al hotel Regina Spa Art Decó, en la provincia de Lleida, un antiguo edificio de piedra restaurado con mimo por sus actuales dueños en el más puro estilo art déco de los años veinte, el cual además de descanso y relax en un entorno muy bello ofrece toda una variedad de terapias de baños y masajes. Fue allí en donde nos hablaron de los monasterios cistercienses y, una vez repuestos en cuerpo y alma de todos nuestros males, decidimos salir a recorrerlos.

 

La orden del Císter se extendió por Europa a partir del siglo XI con la intención de recuperar la figura del monje como persona dedicada a la oración, al trabajo y a la acogida de peregrinos, y en rechazo a la relativa riqueza y comodidad en la que algunos monasterios habían incurrido. Así, en Cataluña, y en estrecha vinculación con la corona catalano-aragonesa, se levantaron los conjuntos monumentales de Vallbona de les Monges, Santes Creus y Poblet, con el fin de colonizar las despobladas tierras de lo que hoy representa la frontera entre las provincias de Tarragona y de Lleida.

¿Qué es lo más importante en esta vida?, me pregunta el padre Marc. ¿El amor?, pruebo, ¿el perdón? Que no, que no, me responde y, acercándose hasta donde estoy, me tapa la nariz y la boca. ¿Qué es lo más importante ahora? Respirar, respondo cuando su mano me lo permite. Él asiente satisfecho y retomamos la marcha.

El monasterio de Santes Creus es el único de los tres que no alberga comunidad monástica desde que en 1835 la misma abandonara el edificio a causa de la desamortización de Mendizábal. En 1921 fue declarado monumento nacional, y hoy sirve de grandioso decorado para conciertos y otras actividades culturales organizadas allí por la Generalitat. El de Vallbona de les Monges es el monasterio femenino de la ruta. Su origen se remonta a una comunidad de anacoretas cuya parte femenina se incorporó en 1175 a la orden del Císter. En 1573, y a causa de la prohibición por parte del Concilio de Trento de que existieran monasterios femeninos en el descampado, la abadesa de aquel entonces decidió ceder parte de las tierras aledañas a la abadía a familias campesinas con el fin de rodearse de una zona urbanizada. Así nació la aldea que circunda el monasterio, el único de la ruta que no cumple con el precepto de aislamiento con el que originalmente fueron ideados.

Una honda impresión

El monasterio de Poblet es el más impresionante de los tres, el que mayor poderío económico y político detentó en su momento y el que más honda impresión me produjo cuando tuve la oportunidad de adentrarme en sus muros de piedra, en sus arcadas románicas y góticas. El padre Paco, encargado de la hospedería, me invitó gentilmente a pasar unos días con ellos. Acepté.

¿Qué es lo más importante en la vida?, me pregunta el padre Marc ¿Respirar?, arriesgo. Eso también, pero luego de respirar hay que dar gracias por poder hacerlo. ¿Y a quién tienes que agradecérselo? A Dios, respondo casi seguro de acertar. No, hombre, a ti, a ti.

A las cinco de la mañana empieza el día en Poblet. La Luna está aún alta en el cielo cuando los monjes atraviesan el claustro para celebrar maitines. A las 8.30 desayunamos en el refectorium, en donde se servirá también la comida y la cena. Se toma el alimento en un silencio solo roto por la voz del monje que lee trozos de las escrituras o el testimonio de algún misionero que narra sus experiencias. Se habla poco en el monasterio, se come y se duerme lo justo.

El padre Matías me encuentra leyendo a la sombra de un árbol. Es la hora del sol pesado. Si quieres estar fresco hay un sitio detrás de la viña donde los antiguos monjes guardaban la nieve que traían de las montañas para conservar frescos los alimentos, agrega. Me indica cómo encontrarlo y hacia allí me dirijo. El pou del gel se asemeja al interior de un huevo de tres plantas de altura. Si afuera la temperatura supera los treinta grados, allí no alcanza los diez. Arcaica tecnología perfecta en función y forma.

Hacia las nueve de la noche tiene lugar la lectura en la sala capitular. Las campanas la interrumpen para llevarnos a completas. En el corazón de la iglesia, y con una tímida vela como única fuente de luz, escucho los cantos de los monjes que resuenan entre las bóvedas, idénticos a los que se oían ahí hace ocho siglos y con los que parece se mezclaran en el eco de la piedra. En silencio nos retiramos al descanso.

Al otro día quedo con el padre Marc para recorrer el monasterio y enterarme así de la historia de las piedras. Con minucioso detalle me cuenta de los arcos y las columnas, de las formas redondas de lo celestial y de la cuadratura de la existencia humana. Cincuenta años llevan esos ojos recorriendo aquellas piedras.

Vemos las tumbas románicas y góticas, anónimas las unas, decoradas las otras. Vemos los anaqueles del scriptorium y la trinidad representada en el techo de la sala capitular. Me entero del recorrido vital del padre Marc, de los caminos que lo alejaron y lo reencontraron con la Iglesia. Por la tarde dejo Poblet camino del tren que me llevará a casa, y sus palabras resuenan como un salmo en mi cabeza. ¿Dónde vives?, me dice al despedirnos, y con su dedo apunta a mis pies. Aquí, respondo, y él sonríe. Uno vive donde tiene sus pies, no donde tiene su casa, me confirma. Solo hay tres cosas que deben importarte, me confía el padre Marc como regalo de despedida: saber dónde tienes los pies, respirar allí donde estés y dar las gracias por poder hacerlo. Que así sea.


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El Pais, 17 de Julio 2010

Sopla furioso el sureste a las puertas del Río de la Plata -porque aunque parezca un mar, en realidad es un río-, y las olas sacuden la orilla con toda la fuerza del mar -porque aunque parezca un río, en realidad es un mar.

Cuarenta millas separan la ciudad de Buenos Aires de la Colonia del Sacramento, localidad uruguaya de algo más de 20.000 habitantes disputada en otros tiempos por españoles y portugueses, y que hoy se erige en inmejorable destino de fin de semana para quien quiera alejarse un poco de la vorágine porteña. Alrededor de tres horas de barco toma cruzar el charco, dependiendo de la embarcación que uno haya escogido. La opción más pintoresca consiste en una lancha colectiva que sale de la terminal fluvial de Tigre, a unos cuarenta minutos en tren desde el centro de Buenos Aires. Nosotros fuimos en velero y así el viaje es algo más largo. Poco a poco, las siluetas de los edificios se van empequeñeciendo y el paisaje se va achatando hasta que solo el agua queda, un agua color café con leche que cuesta clasificar: demasiado grande para un río, demasiado terrosa para un mar. Una malcarada tormenta nos acompaña durante todo el viaje, pero sabe esperar a que lleguemos para descargar su furia. Son salvajes las tormentas de verano en el río. De un momento a otro se te echan encima sin aviso. Lo bueno es que no duran mucho. A los veinte o treinta minutos dejan todo renovado, como una redención de viento y agua que hubiera venido a lavar el mundo.

Salvajes son también las rocas sobre las que la ciudad de Colonia se asienta. Se trata de una punta de tierra considerada antaño como un enclave estratégico a la entrada del Plata. Una gruesa muralla de piedra rodeaba su casco histórico, aún visible por tramos en las inmediaciones de la parte antigua. Según el censo de 1718, la cantidad de habitantes era de 1.040, incluidos los negros esclavos y los indios tupíes. Llamada en su momento «la manzana de la discordia» a causa de las sangrientas luchas a que dio lugar entre las coronas de España y Portugal, no es difícil imaginar la dura vida de aquellos tiempos, el frío y el desamparo de sus inhóspitas calles de barro, los constantes e intempestivos ataques de los que era objeto. En sus esquinas aún puede sentirse ese sabor entre trágico y romántico con que la historia la ha revestido. Arterias empedradas con un canalón en el centro que hace las veces de desagüe, y casas portuguesas con techos de tejas mezclándose con las españolas acabadas en azoteas, todas con recios barrotes adornando sus ventanas. Casas de muros de adobe pintadas de amarillo o rosa, y de faroles soñolientos que quieren asomar entre la rústica vegetación que se apodera de cualquier grieta, como en la calle de los suspiros, cuyo empedrado desciende sinuoso hasta el río, en donde los melancólicos ceibos dejan caer sus flores al agua. Todo es agreste en Colonia, todo es agreste y antiguo, como si tres siglos de colonización no hubieran sido suficientes para arrebatársela al río.

A proa y a popa

No sólo en tierra hallamos ruinas. La profundidad del río ronda los cinco metros en promedio, con lo que a lo largo de todo el camino los pecios descansan a poca distancia de la superficie. Sendas boyas los señalan a proa y a popa -en algunos casos se trata de los propios mástiles de los buques hundidos-, para que las embarcaciones que por ahí circulan los sepan esquivar. En cada boya hay un cartel que anuncia el nombre de la nave y, como si de los nombres de las calles de un barrio se tratase, a medida que uno avanza va cotejándolos con los que aparecen en la carta náutica. Así es como los navegantes locales se orientan: un rudimentario GPS que evoca a cada paso la memoria de los que han tenido menos suerte en su singladura. La turbiedad del agua dificulta las tareas de submarinismo, con lo que poco es lo que puede ver quien se aventura a las profundidades. De tanto en tanto, sin embargo, la casualidad o alguna borrasca hacen que salga a la luz algún obús o algún cañón de hierro, como si el río de tanto en tanto quisiera hacer valer su historia. Alrededor de la plaza mayor y en diferentes casas museo pueden verse estos trofeos acompañados de los trajes y el mobiliario de la época. La misma orfandad de sus calles -que afortunadamente nadie ha sabido o querido restaurar- colabora para llevar la mente del viajero hasta los tiempos de la conquista, especialmente turbulentos en este rincón del mundo. Pero de una turbulencia íntima. Los que mataban y morían solían conocerse las caras. Tan vasto era el territorio y tan pocos los que lo habitaban.

En 1995, el barrio histórico de Colonia fue declarado patrimonio mundial, y desde entonces numerosas posadas han sido acondicionadas para recibir al creciente número de visitantes. También la oferta gastronómica se ha diversificado, y no son pocos los establecimientos en los que degustar la cocina local. La hora de comer nos encontró en El Drugstore, un simpático y colorido restaurante donde probamos su lenguado a las finas hierbas, y por la tarde nos acercamos hasta el bar El Torreón a tomar una cerveza roja de producción local que acompañamos con una suculenta ración de calamares. La terraza del Torreón mira al río. El sol cae en el horizonte y una chica baila en la orilla al son de una música imaginaria. La tormenta ha dejado el cielo inmaculado, de modo que a lo lejos puede intuirse la silueta de Buenos Aires, como si el presente de la urbe quisiera saludar en la distancia al pasado colonial en el que nos hemos sumergido; todo en medio de este río que de tan grande parece un mar. La chica sigue bailando con el rojizo cielo de fondo, e inevitablemente nos vienen a la memoria aquellos versos de Los Cadillacs en los que queda retratada la estirpe mestiza de los pueblos del Plata: levanta los brazos, mujer, y ponte esta noche a bailar, que la nuestra es agua de río mezclada con mar.


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